"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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Todo modo - Leonardo Sciascia - Libro en español

Leonardo Sciascia TODO MODO Traducción de Joaquín Jordá Puesto que, en verdad, la causa buena de todas las cosas es a la vez expresable con muchas palabras, con pocas y hasta con ninguna, en cuanto no existe discurso ni conocimiento de ella, puesto que todo trasciende de modo supersustancial, y se manifiesta sin velos y verazmente a los que dejan atrás tanto las cosas impuras como las puras, y ascienden más allá de todas las cimas más santas, y abandonan todas las luces divinas y los sonidos y las palabras celestiales, y se sumergen en la niebla, donde realmente reside, como dice la Escritura, aquel que está por encima de todas las cosas... Y decimos que esta causa no es ánima ni mente; que no tiene imaginación ni opinión ni razón ni pensamiento, y no es razón ni pensamiento; no se puede expresar ni pensar. No es número ni orden ni grandeza, pequenez, igualdad, desigualdad, semejanza, desemejanza. No está inmóvil ni en movimiento; no está en reposo ni tiene fuerza, y tampoco es fuerza o luz. No vive y no es vida: no es sustancia ni edad ni tiempo; de ella no surge enseñanza intelectual. No es ciencia y no es verdad, ni potestad regia ni sabiduría; no es uno, no es divinidad o bondad, no es espíritu, según nuestra noción de espíritu. No es filiación ni paternidad ni otra cosa alguna de las que son conocidas por nosotros o por cualquier otro ser. No es nada de lo que pertenece al no-ser y tampoco de lo que pertenece al ser; ni los seres la conocen, tal como es en sí, de la misma manera que ella no conoce a los seres en tanto que seres. No se da de ella concepto ni nombre ni conocimiento; no es tiniebla y no es luz, no es error y no es verdad... Dionisio Areopagita De Mysticia theologia Dejó caer el último velo del pudor, citando a san Clemente de Alejandría. Casanova Historia de mi vida «A semejanza de una famosa definición que convierte al universo kantiano en una cadena de causalidades suspendida de un acto de libertad», dice el mayor crítico italiano de nuestro tiempo, «cabría resumir el universo pirandelliano como una diuturna esclavitud en un mundo sin música, suspendido de una infinita posibilidad musical: la intacta y apacible música del hombre solo.» Pensaba haber recorrido, à rebours, toda una cadena de causalidades; y haber retornado, hombre solo, a la infinita posibilidad musical de algunos momentos de la infancia y de la adolescencia, cuando, durante el verano campestre, me recluía largo rato en un paraje de árboles y de agua, que imaginaba remoto e inaccesible; y toda la vida, el breve pasado y el dilatadísimo futuro, se fundían, de manera tan musical como infinita, con la libertad del presente. Y por muchas razones, la última de las cuales no era haber nacido y vivido durante años en lugares pirandellianos, entre personajes pirandellianos, con traumas pirandellianos (hasta el punto que entre las páginas del escritor y la existencia que había vivido hasta superar la juventud no mediaba distancia, ni en la memoria ni en los sentimientos); por muchas razones, pues, retornaba a la mente, cada vez más precisa (tanto que la transcribo ahora sin consultar), la frase del crítico: precisamente como frase o tema de la infinita posibilidad musical de que disponía. O, al menos, me ilusionaba con disponer. Dicho de manera más sencilla: no tenía compromisos de trabajo o sentimentales; poseía, poco o mucho (pero fingía que era poco), cuanto se requería para satisfacer cualquier necesidad o capricho; carecía de programas y metas (de no ser aquéllas, casuales, de las horas de las comidas y del sueño); y estaba solo. Ninguna inquietud, ninguna aprensión. Salvo aquellas, oscuras e irreprimibles, que siempre me han acompañado, del vivir y por el vivir; y en ellas y a partir de ellas se injertaban y bifurcaban la inquietud y la aprensión por el acto de libertad que debía llevar a cabo, aunque de manera ligera y ligeramente aturdida, como si me hallara dentro de un juego de espejos, no obsesivo sino luminoso y apacible como los lugares que recorría, dispuesto a repetir y a multiplicar, tan pronto como se hubiese producido, o me hubiese decidido a producirlo, mi acto de libertad. Iba en automóvil. Y este medio de transporte, que habitualmente detestaba y del cual me servía muy poco, había entrado a formar parte de mi libertad a partir del momento en que me propuse ser libre. Lo conducía pausadamente, con una calma que hacía inocuas las distracciones en que frecuentemente caía. Y precisamente la moderada velocidad, y el tranquilo placer de mirar a mi alrededor mientras conducía, me ofrecieron la posibilidad de observar, en una curva, el letrero Ermita de Zafer 3, escrito en negro sobre fondo amarillo, al que inmediatamente se prendieron, como a un anzuelo, mi inquietud y mi aprensión. Detuve el automóvil, y luego lo dejé deslizarse lentamente, hasta quedar frente a la tabla amarilla y negra. Ermita de Zafer 3. La palabra ermita, el nombre Zafer, la cifra 3: cosas igual y diversamente sugestivas para mí; a las que se añadía la sugestión de que eran tres, el tres que se repetía, y también el hecho de que precisamente llevara tres días vagando libremente (confieso que padezco una pequeña pero tenaz neurosis trinitaria, que ignoro cuándo se formó y consolidó). La ermita es lugar de soledad; y no de aquella soledad objetiva, propia de la naturaleza, que se descubre y aprecia mejor cuando se está en compañía: un bonito lugar solitario, suele decirse; sino de una soledad que ha reflejado otra soledad humana y se ha teñido de sentimiento, de meditación y, tal vez, de locura. En cuanto a Zafer: ¿un santón musulmán o cristiano? Quedaba sólo a tres kilómetros: ni más ni menos. Efectué una breve maniobra para entrar por el camino asfaltado (y el asfalto tendría que haberme puesto en guardia) y me lancé a la subida. Alcornoques y castaños formaban un túnel, el aire sabía a perfumadas y tardías retamas. Y, de pronto, una vastísima explanada también asfaltada, con un lado ocupado por un caserón de cemento, con reminiscencias militares, horriblemente perforado por unas ventanas estrechas y oblongas. Me detuve, decepcionado y enfadado: dado que no se adivinaba que la carretera tuviera continuación, parecía indudable que la ermita era aquella monstruosa construcción. Un hotel, con toda probabilidad. Y por un momento permanecí indeciso entre dar media vuelta sin apearme del coche o bajar para echar una mirada e inquirir quién, y por qué, había alzado allí aquel caserón. Venció la curiosidad, mezclada al placer de aprovechar la desilusión manifestando a alguien, porque alguien debía de vivir en su interior aunque pareciera deshabitado y todo permaneciera en un absoluto silencio, la indignación que sentía al encontrar un hotel en lugar de una ermita. Me apeé del automóvil y lo cerré con llave, pues el silencio tenía algo de misterioso y de siniestro. La puerta central del edificio, espaciosa y acristalada, estaba abierta. Entré y me encontré, como había supuesto, en el vestíbulo de un hotel. En el mostrador de recepción, con un casillero repleto de llaves a sus espaldas, vi a un cura joven, moreno y melenudo, que estaba leyendo Linus. Al verme entrar, la mirada se le cubrió de tedio, y respondió a mi saludo en silencio, limitándose a mover los labios. —Perdone usted... ¿esto es una ermita o un hotel? —pregunté con cierta violencia e ironía. —Es una ermita y es un hotel. —¿La ermita de Zafer? —Sí, señor. La ermita de Zafer. —¿Y el hotel? —¿Qué hotel? —replicó muy molesto. —¿Cómo se llama el hotel? —De Zafer. Y espaciando las palabras, como para que se me grabasen en la memoria, repitió: —Hotel de Zafer. —Ermita de Zafer, hotel de Zafer. Muy bien. ¿Y quién era Zafer? —Un ermitaño, naturalmente, si esto era una ermita. —Era —subrayé. —Es. —Usted es quien ha dicho: era... En cualquier caso, ¿un ermitaño musulmán? —¡Cómo va a ser musulmán! ¿Usted cree que nos dedicaríamos a venerar la memoria de un musulmán? —¿Y por qué no? El ecumenismo... —El ecumenismo no tiene nada que ver... Fue musulmán, pero después se convirtió a la verdadera fe. —La verdadera fe... Usted utiliza una expresión musulmana. Quería seguir importunándole. —Es posible —dijo el cura, y dirigió de nuevo su mirada a Linus, como para darme a entender que estaba aburriéndole y estorbándole. —Perdone si le molesto —dije procurando que quedara claro que esto era lo que me proponía—, pero me gustaría saber algo acerca de Zafer, de la ermita... Y del hotel. —¿Es usted periodista? —No. ¿Por qué? —Si es periodista, está perdiendo el tiempo: el escándalo ya quedó atrás. —¿Qué escándalo? —Por el hotel... Que no debía construirse, que es feo... El escándalo terminó hace tres años. —No soy periodista. Pero también me gustaría saber algo acerca del escándalo. —¿Por qué? —Porque no tengo nada que hacer. Y, por lo que veo, usted tampoco. Lanzó sobre Linus una mirada desesperanzada. —Realmente —dijo— tengo algo que hacer. —¿Qué? —pregunté, tan impertinente como provocador. —Oh... —dijo, dibujando con la mano un gesto que abarcaba las muchas cosas que tenía que hacer, la gran confusión en la que debía sumergirse quién sabe por cuánto tiempo y con cuánto esfuerzo; y por esto, para llegar en buenas condiciones al momento oportuno, leía Linus. Le dije lo que pensaba, y se sintió molesto, pero se mostró más amable. —¿Qué quiere que le cuente? Acerca del escándalo, o sea de cómo determinados políticos y determinados periódicos presentaron las cosas, no sé demasiado... Que existió, y basta... Esto era una ermita, una casa en ruinas, una iglesia descuidada, y, hace tres años, el padre Gaetano levantó encima este hotel... Ya sé que la República protege el paisaje, pero puesto que el padre Gaetano protege a la República... En fin, la historia de siempre. Sonrisa amarga. No acababa de quedar claro si se metía con el padre Gaetano o con la República. —¿Y quién es el padre Gaetano? —¿De veras no sabe quién es el padre Gaetano? —preguntó entre sorprendido e incrédulo. —No. ¿Acaso es obligatorio saberlo? —Yo creo que sí. Comenzaba a divertirse. —¿Por qué? —Por las cosas que ha hecho, por las cosas que hace... —Ha hecho este hotel. ¿Todas las cosas que hace son parecidas? —Por decirlo de algún modo, este hotel lo ha hecho con la mano izquierda. —¿Y con la derecha? —Escuelas. Decenas de escuelas, tal vez centenares. En todas partes, de todo tipo. Hasta una universidad. —Centenares de escuelas y un hotel. —Tres hoteles. —¡Ah, tres hoteles! ¿Y siempre destruyendo ermitas? —No destruye ermitas, las engloba. Aquí, la ermita de Zafer sigue intacta. Se ha convertido en una cripta. —¿Puede verse? —Claro que puede verse. Suspiró fatigosamente, ante el temor de que le pidiera verla. Pero no lo hice. —¿Y el padre Gaetano? —pregunté. —¿El padre Gaetano qué? —¿También se puede ver al padre Gaetano? —Claro. Está aquí. Pasa aquí todo el verano. De todos los hoteles que ha construido, éste es el que prefiere. —¿Por qué? —No lo sé. Tal vez siente apego al lugar por los recuerdos de infancia. O porque su construcción le ha costado una guerra más prolongada... Pero la ganó. —Evidentemente, no podía dejar de ganarla. —Bueno, sí, no podía dejar de ganarla —admitió. El tono era de orgullo, pero con una sombra de pudor. Miré a mi alrededor. —No cabe duda de que este lugar es tranquilo —dije—. ¿También es cómodo? —¿El hotel? Comodísimo. —Tal vez me quede unos días —dije. —No es posible. —¿Está totalmente lleno? —pregunté irónicamente, puesto que parecía, y estaba, desierto. —En este momento, sumando el personal de servicio, somos veintiuno. Pero pasado mañana se llena. —¿Todos los clientes llegan de golpe? —Son unos clientes especiales. Hizo una pausa; y después, como si me confiase un secreto, añadió: —Ejercicios espirituales. —¡Ah, ejercicios espirituales! —exclamé, fingiendo un asombro proporcionado a la confidencia con que me obsequiaba. Pero, a decir verdad, sí que me sentía algo asombrado. Llevaba muchísimos años sin oír hablar de ejercicios espirituales, y pensaba que ya no se practicaban. Cuando yo era niño, se hablaba mucho de ellos; y la llegada anual al pueblo de las misiones de los padres paulinos era un acontecimiento tan importante como la llegada de la compañía de operetas Petito-D'Aprile o de la compañía dramática D'Origlia-Palmi, y no menos puntual. Los padres paulinos impartían sermones a todo el mundo, y ejercicios espirituales a unos pocos. Cuando concluían, levantaban en algún lugar de las afueras una cruz de hierro, como recuerdo de la misión, y se iban. La última vez que oí hablar de ejercicios espirituales fue en la posguerra. Al aproximarse las primeras elecciones, vino a predicar un padre dominico, entusiasmando de tal modo a los enseñantes y a los administrativos que los arrastró a pasar toda una semana en una villa puesta a su disposición por un rico devoto. Y lo gracioso del caso fue que acudieron hasta los masones, regresando de allí tan demacrados de cuerpo y de alma como los que no eran masones. —Ejercicios espirituales —insistió el cura—. Cada año puntualmente. Los turnos comienzan el último domingo de julio. —¿Cuánto dura un turno? —Una semana. —¿Y cuántos turnos hay? —Tres o cuatro. Tres hasta el pasado año, éste cuatro. —Los fieles aumentan. —Sí, así es —dijo el cura, por puro formulismo. Tenía sus dudas. Y, recuperando el tono de confidencia, agregó—: Pero el más importante es el primer turno. —¿Por qué? —Por las personas que participan en él. Bajó la voz y subrayó aún más la confidencia: —Ministros, diputados, presidentes y directores de bancos, industriales... Y también tres directores de diarios. —Realmente importante —dije—. Me encantaría estar aquí mientras esas personas hacen sus ejercicios espirituales. —Imposible. —Ya veo... Pero hoy y mañana, mientras, como usted dice, no está lleno, podría quedarme, ¿ no? —En teoría, sí... —¿Y en la práctica? —En la práctica, siempre que el padre Gaetano esté de acuerdo, tendría usted que conformarse, acomodarse... Faltan servicios, y la cocina, además... —¿Yo sería, digámoslo así, el único huésped de pago? —El único no; ya hay cinco. —Y entre exasperado y misterioso, el cura añadió—: Cinco mujeres. —Ancianas y extranjeras —aventuré. —Nada de eso. Ni ancianas ni extranjeras. —¿Están solas? Un brillo malicioso atravesó su mirada y, como si se lavara las manos, explicó: —Llegaron solas... —Pero usted duda de que realmente estén solas. —No, no... Débilmente, y a modo de reparación formal, añadió: —Quería decir que llegaron solas, pero que ahora se hacen compañía unas a otras. —Así que yo sería el sexto. —Antes tenemos que oír al padre Gaetano. —Oigámosle. —Ahora no. Más tarde, a la hora de la refección. No se le puede estorbar mientras medita. Está abajo, en la capilla. Señaló el suelo con el dedo. —La ermita de Zafer —dije. —Exactamente... Mientras tanto, muévase usted con toda libertad, dentro o fuera. La conversación había terminado irremediablemente. Y sus ojos ávidos volvieron a Linus. Salí al exterior; más allá de la explanada, en dirección al bosque. A medida que me alejaba del hotel, los árboles se espesaban, el aire era más fresco y olía a resina. La soledad era perfecta. Me maravillaba de tanta perfección, y de la libertad con que la disfrutaba, cuando entre los árboles vislumbré como un lago soleado y unos colores que se movían por él. Me acerqué cautelosamente. En el calvero, tomando el sol, había unas mujeres en bikini. Eran, sin duda, las del hotel, aquellas de las que me había hablado el joven cura. Cinco, en efecto. Seguí acercándome, siempre silenciosamente. También ellas estaban en silencio: cuatro tendidas sobre unas toallas de colores vivos, y la quinta, en cambio, sentada y sumida en la lectura. Era una aparición que tenía algo de místico y de mágico. Al imaginarlas totalmente desnudas (y no hacía falta un gran esfuerzo), entre la oscura sombra del bosque en que me encontraba yo y la mancha de sol en que estaban ellas, con aquellos colores y la absorta inmovilidad, diríase un cuadro de Delvaux (no mío: yo no he sabido ver nunca a la mujer como mito o magia, ni pensativa ni soñadora). De Delvaux eran la composición y la perspectiva con que se ofrecían a mis ojos, así como lo que no se veía, pero yo sabía: el hecho de que estaban, solas, en aquel engañoso caserón regentado por curas. Permanecí un rato espiándolas: tenían hermosos cuerpos. Cuatro eran rubias, y una morena. Las grandes gafas de sol que llevaban y también la distancia que nos separaba, me impedían apreciar si eran guapas, pese a mi presbicia. Debo confesar que acaricié la aventura; y me sentí tan feliz de imaginarme en el centro de su compañía como poco antes, y tal vez más, encontrándome en absoluta soledad. Pero me alejé, y regresé al hotel. Encontré al padre Gaetano (sólo podía ser él) apoyado en la parte exterior del mostrador sobre el cual, en lugar de Linus, el sacerdote-recepcionista leía ahora un libro encuadernado en negro. Alto e inmóvil dentro de la larga sotana negra, con una mirada lejana y perdida en un punto fijo, un rosario de gruesas cuentas negras enroscado en la mano izquierda, y la derecha, grande y casi transparente, cruzada sobre el pecho. Parecía no verme, pero acudió a mi encuentro, y siempre como si no me viera, dándome la curiosa sensación, al borde de la alucinación, de que se desdoblaba visual y físicamente —una figura inmóvil, fría y distante, que me rechazaba hasta más allá del horizonte de su mirada; otra, en cambio, llena de paternal benevolencia, acogedora, cálida y atenta—, me dio la bienvenida a la ermita de Zafer, que ya no era, o no era exclusivamente, una ermita, sino un hotel. Feo, lo reconocía, pero ¿qué puede hacerse hoy con los arquitectos?... Presuntuosos, fanáticos, inabordables... Mejores —¡oh, infinitamente mejores!— los maestros de obras de antaño... De modo que no era culpable de la fealdad; respecto a la comodidad, tenía algo que ver... ¡Los arquitectos! Las dos grandes imposturas de nuestro tiempo: la arquitectura y la sociología. Y estaba a punto de emparejárseles la medicina, reducida ahora al nivel de la más innoble brujería... Como preso de una repentina preocupación, añadió: —Espero que no sea usted arquitecto, sociólogo o médico. —Soy pintor —repliqué. —Pintor... Ya, tengo la impresión de que le conozco... Aguarde, no me diga su nombre... En la televisión, hace unos tres meses, mostraban cómo nace un cuadro, un cuadro suyo... Francamente, pudo mostrarse pintando un cuadro más hermoso... Pero supongo que lo hizo adrede: cómo nace un cuadro feo para un mundo feo, un cuadro sin ninguna inteligencia para los millones de seres sin inteligencia que se sientan ante un aparato de televisión. —Usted también estaba ante un aparato de televisión —repliqué, un tanto irritado. —Es un cumplido, pero tal vez no soy digno de él: contemplo con excesiva frecuencia la televisión como para que pueda considerarme totalmente inmune a la lepra de la imbecilidad... Con excesiva frecuencia, y, si ya no me he contagiado, acabaré por contagiarme... Tengo que confesarle que la contemplación de la imbecilidad es mi vicio, mi pecado... Exactamente, la contemplación... Giulio Cesare Vanini, que fue quemado por hereje, reconocía la grandeza de Dios en la contemplación de un terrón; otros, contemplando el firmamento. Yo la reconozco en la contemplación de la imbecilidad. No hay nada más profundo, más abismal, más vertiginoso, más inaccesible... Pero no conviene abusar... ¡Ahora caigo!... Usted es... Pronunció mi nombre. —Debo decir que la mecánica mediante la cual ha, llegado a recordar mi nombre no me halaga demasiado —dije bromeando, pero con una pizca de resentimiento. —Oh, no... Mientras hablaba de la imbecilidad, una parte de mi mente trabajaba en buscar su nombre, en intentar atraparlo... La memoria es una máquina muy extraña, por lo menos la mía... Así que usted desea quedarse aquí un par de días. Será un honor para nosotros, pero me temo que no sea un placer para usted. De todos modos, el hotel entero, a excepción de las pocas habitaciones ya ocupadas, está a su disposición. —Me gustaría quedarme más tiempo: he sabido que celebrarán unos ejercicios espirituales. —¿Quiere usted participar en ellos? —Digamos que me gustaría ejercitar mi espiritualidad asistiendo como espectador a los ejercicios espirituales de los demás. —Mera curiosidad, en suma. —Lo reconozco. —O peor aún: el gusto de descubrir a los demás en prácticas que usted tal vez considera indignas de los hombres; para burlarse de ellos... —Es posible. —Bien, nunca se sabe. —¿Qué? —Nada... Usted ha oído hablar de los ejercicios espirituales, y ha sentido el deseo de asistir a ellos... Da por sentado que este impulso procede de las ganas de divertirse, de burlarse... Pero nunca se sabe lo que puede nacer de un impulso semejante: un acto de libertad... —... al cual se sueldan después los eslabones de la causalidad. Me miró, por primera vez, con un cierto interés. —Ya —dijo—, la cadena. Se inclinó ligeramente. Y desapareció. Bajé de mi habitación cuando oí en el corredor el prolongado tañido de una campana, como la que anuncia en las estaciones la llegada de un tren. Lo interpreté como el aviso de que el almuerzo estaba a punto, y no me equivoqué. El refectorio era amplio, lleno de mesas redondas y cuadradas de las cuales sólo dos estaban puestas y ocupadas. El padre Gaetano me llamó a la suya y me indicó que me sentara a su derecha, junto a otros cuatro sacerdotes, incluido el recepcionista. Las cinco mujeres estaban en una mesa muy alejada de la nuestra, pero no tanto como para que no oyéramos sus voces y sus conversaciones, que se confundían en aquel círculo como agua que, de cinco bocas, cayese en una fuente. Enmudecieron cuando el padre Gaetano se levantó para la oración y la bendición. Esta última la dirigió también hacia ellas, pero con un gesto que, sin mengua de solemnidad, adquirió un matiz de despreocupación y, al mismo tiempo, de burla, como el de quien, una vez comida la carne, echa el hueso al perro. Las mujeres se santiguaron compungidamente, murmuraron la oración, volvieron a persignarse, y recomenzaron a charlar. El padre Gaetano se sentó y, comenzando por mí, sirvió vino a todos, elogiándolo como un conocedor, pero con aquellas palabras francesas que ahora utilizan los que no son conocedores. Nos dijo que era un vino de la comarca, de un lugar situado entre la montaña y el mar, y citó en griego al poeta griego que, en su opinión, había celebrado precisamente el vino de aquella zona. No habló de otra cosa. Bebía con placer y comía con desgana. Con razón, pues escaso apetito podían provocar aquellos platos mal cocinados e insípidos; para engullirlos, no se podía hacer otra cosa que añadirles sal y pimienta, que por lo menos inducían a beber vino, realmente excelente. Al final, excusándose, el padre Gaetano me dijo que el cocinero llegaría al día siguiente por la tarde, y que la comida sería otra cosa. Lo mismo ocurrió con la cena, y también con el almuerzo del día siguiente. De no haber sido por la curiosidad que sentía por los ejercicios espirituales, y por las personas que iban a participar en ellos, me hubiera marchado; pese a que la conversación del padre Gaetano me resultaba muy agradable, tanto si hablaba del vino como de Arnobio, san Agustín, la piedra filosofal o Sartre. La cena de la segunda noche fue realmente mejor, aunque sin grandes exageraciones. El cocinero y sus ayudantes habían llegado a última hora de la tarde y sólo habían podido corregir y remediar. Pero la mejora bastó para infundirnos cierto buen humor, como comprobó el padre Gaetano, pasando con ello a criticar a los estúpidos que afirman despreocuparse de lo que comen o que son realmente tan toscos o mal educados que no se preocupan de su comida. Se refirió a la cocina francesa, la única, y merecidamente, que cuenta con un héroe como Vatel, comparable con Catón de Utica, porque si éste se mató por la libertad que se perdía, aquél lo hizo por el pescado que no llegaba. Y el acto tenía el mismo valor ante Dios, movido como estaba por la misma pasión: el respeto a uno mismo. —Pero —objeté— hay respeto a uno mismo y respeto a uno mismo: no es posible, ni siquiera para Dios, situar a un mismo nivel el pescado, que al fin y al cabo no era más que uno de los muchos platos que servían en la mesa de Luis XIV, y la libertad. —¿Y por qué no? Dejemos a Dios a un lado, porque lo que sabemos de su juicio se debe a las opciones que operamos para salvarnos, y pienso yo que ahí cuenta más nuestra voluntad de salvarnos que las opciones que tomemos... Si dejamos a Dios a un lado, repito, y en el supuesto de que el respeto a uno mismo sea una opción justa, lo demuestra de manera más ejemplar Vatel que Catón de Utica: el pescado tenía que llegar, y de hecho llegó una hora después de haberse suicidado Vatel... Pero ¿la libertad? Se armó una discusión que la participación de los otros cuatro sacerdotes no tardó en confundir y embrollar. El padre Gaetano y yo dejamos que se desahogaran a sus anchas, y que cada cual dijera la suya sin tener en cuenta para nada la opinión de los demás. Terminada la cena, les dejamos cuando casi habían llegado a los insultos. Al salir del refectorio, el padre Gaetano me preguntó si estaba realmente decidido a quedarme para asistir a los ejercicios espirituales. Le contesté que sí, que estaba decidido. Me pareció que se alegraba, maliciosamente; pero agitando en el aire, de perfil, la gran mano blanca, me hizo un gesto de burlona reprobación o amenaza, como si me dijera: malvado incrédulo, que quieres sorprender al creyente en su nido, en su reducto: tendrás que rendir cuentas de esto. Y dejándome la imagen de su mano en la mirada, desapareció. (Debo explicar por qué, para decir que el padre Gaetano se va o se ha ido, he utilizado los verbos desaparecer y desvanecerse, que seguiré utilizando, al igual, probablemente, que otros como disiparse o disolverse. Y, para ello, no me viene a la mente más que recurrir al recuerdo de un juego que practicábamos de niños: se dibujaba en una hoja de papel una silueta negra con un solo punto blanco en el centro, se miraba fijamente aquel punto blanco mientras se contaba hasta sesenta, luego se cerraban los ojos o se miraba al cielo. Seguía viéndose la silueta, pero blanca y diáfana. Con el padre Gaetano ocurría algo parecido: cuando ya se había ido, su imagen persistía como en los ojos cerrados o en el vacío, de manera que no se llegaba a saber nunca el momento preciso, real, en que se alejaba. Era un efecto resultante de esa especie de desdoblamiento que he intentado explicar. El hecho es que estando con él se creaba como una esfera de hipnosis. Pero resulta difícil transmitir determinadas sensaciones.) Debido a una cierta impaciencia que me había agitado incluso en el sueño, me levanté al amanecer de aquel gran día. No quería perderme la llegada de quienes, durante toda una semana, se dedicarían a aquella gimnasia del espíritu, pero sin mortificar la carne, puesto que el famoso cocinero había llegado. Sin embargo, me adelanté excesivamente, si bien no tuve ocasión de arrepentirme. Llevaba al menos veinte años sin ver el alba, así, desde una ventana, sobre la tierra. En ese tiempo, había visto amanecer alguna vez, viajando en avión; pero no es lo mismo. Permanecí un rato en la ventana, disfrutando de aquel completo y perfecto equilibrio entre la naturaleza y mis sentidos. Y me vinieron ganas de pintar. Pero inmediatamente las alejé por el temor de romper el equilibrio, de echarlo a perder; y, por lo tanto, de reproducir mal. Hay que decir que era un deseo totalmente trivial y, en cierto sentido, académico: un tópico, en suma. Propio de quien, no sabiendo pintar o sabiendo hacerlo sin ser realmente pintor, frente a un espectáculo de la naturaleza, a un paisaje, a una determinada disposición de cosas en el espacio y en la luz, dice que debería ser pintado, lo cual es precisamente el elogio más trivial y académico de la naturaleza, al mismo tiempo que se desvaloriza y degrada la pintura, que, al menos para mí, se dirige a todo aquello que no debería ser pintado. Era un falso deseo, además, y lo sabía desde el primer momento en que lo sentí. Lo sabía porque tenía los pies fríos; porque desde que leí la frase de Voltaire de que para pintar bien es necesario tener los pies calientes (aunque se refería a los pintores ingleses; y yo diría que con razón, Bacon y Sutherland incluidos), lo he tenido en cuenta, y lo he comprobado conmigo mismo. Los cuadros que he pintado con los pies fríos son los peores, pero esto no impide que sean los más apreciados por críticos y coleccionistas. Y había pintado demasiados con los pies fríos como para tener ganas de pintar otro ahora que me sentía libre, no ligado ya al oficio, al mercado, a las exposiciones, al dinero, a la fama; aunque esta libertad, sin embargo, la debía al hecho que ya lo tenía todo: mucha fama, mucho dinero, exposiciones en todo el mundo, un mercado en continuo crecimiento, un oficio que me permitía pintar hasta dos o tres cuadros en un día. Con los pies fríos, por supuesto. Los pintados con los pies calientes, no muchos ahora, los guardaba para mí; es decir, para una fama más tardía y justa. Pero, si he de ser sincero, no me importa gran cosa la fama más allá de la muerte. El caso es que me sentía libre de todo. Hasta de la pintura. O, mejor dicho (puesto a razonar, no es inoportuno que intente explicarme a fondo), aquella especie de fuga, aquella ilusión mía de libertad, no quería ser más que una pausa, un compás de espera, para volver a la pintura, según la sabia prescripción volteriana, de pies calientes. Imposible retorno, me decía en algunos momentos lúcidos: seguiría pintando mucho con los pies fríos, y poco, poquísimo, con los pies calientes. Pero las cosas son, dentro de nosotros, horriblemente complicadas siempre, y cuanto más nos engañamos a nosotros mismos, o lo intentamos, de manera más evidente e inmediata se dibuja el desengaño. Permanecí, pues, un rato en la ventana, disfrutando aquel completo y perfecto equilibrio, et caetera... Me sumergí después en el agua caliente, para calentarme los pies y sacármelos así de la conciencia. De hecho, salí del baño reforzado. Me afeité, me peiné y me vestí. Luego bajé. En el vestíbulo reinaba un gran movimiento. El personal de servicio se había multiplicado. Y también los curas, pues conté hasta siete nuevos, que iban y venían de un lado a otro, atareadísimos. Demasiada confusión; y salí a la explanada, donde habían puesto gran cantidad de tumbonas. Todas se hallaban desocupadas, pero conservaban las huellas de los cuerpos que habían acogido, y, dispuestas como si ellas mismas hubieran deshecho un orden de platea para componer otro circular, daban la impresión, sumados los colores de la madera y de la lona, con listas verticales azules y rojas, de un cuadro metafísico. Entré a completar el cuadro. A quien se hubiese asomado a alguna de las ventanas del hotel, yo le hubiera parecido un maniquí abandonado sobre una silla (vivo los cuadros ajenos más que los míos, y especialmente los de los pintores más alejados de mí). Creo que ya he dicho que la explanada era muy grande. Aparte del espacio ocupado por las sillas, sobraba lugar para permitir aparcamiento y maniobras a los muchos automóviles que tenían que llegar. Pero sonaron las nueve antes de que comenzaran a presentarse. Los cuatro primeros llegaron en rápida sucesión. En el momento en que el primero se detuvo frente a la puerta del hotel, el padre Gaetano se materializó bajo el dintel. Pero quizá ya estaba allí antes. Del automóvil se apeó un obispo. Y un obispo salió de cada uno de los tres siguientes. Cuando estuvieron juntos, descubrí que uno de ellos llevaba el solideo rojo y no morado, como los demás. Era un cardenal y lo distinguí, con escaso respeto, debo reconocerlo, por el recuerdo de un verso de Bellit, «se levò er nero e ce se messe il rosso»: cuando una patrulla de guardias irrumpe en un prostíbulo y el oficial que la manda ve acercársele, «serio serio», a un sacerdote que solemnemente, quitándose el solideo negro y poniéndose el rojo, se convierte en cardenal, con gran confusión del oficial. Así pues, un príncipe de la Iglesia: lo que le valía una decena de motocicletas con otros tantos policías que, manteniendo un pie apoyado en el suelo, cabalgaban sobre ellas, atronando la explanada e impidiéndome oír lo que se decían los cardenales, los obispos y el padre Gaetano. Pero me pareció que intercambiaban cumplidos y bromas. El padre Gaetano, como de costumbre, de sotana; los otros cuatro, con pantalón y chaqueta gris acero, guardapecho del mismo color sobre el que brillaba el crucifijo de plata y el cuello duro y reluciente. Y el solideo. Ninguno de los cuatro parecía poseer una fuerte personalidad. Dos tenían cara de campesinos, y los otros dos de burócratas. El cardenal era de los últimos: siempre, diríase, con el reglamento en la mano y una extrema minuciosidad. Si se hubieran quitado los solideos, y se hubiera propuesto una adivinanza, el que tenía más aires de cardenal de los cinco era el padre Gaetano; los otros habrían parecido unos párrocos, dos de ciudad y dos de campo. Incluso en aquella actitud de filial devoción, de alegría y a ratos de hilaridad, el padre Gaetano mantenía una distancia, una frialdad, una severidad que me suscitaban sentimientos de plena admiración. Más que cardenal: podía ser hasta papa. Los motoristas se alejaron, aumentando el estruendo de sus motocicletas. En el repentino silencio, oí al cardenal elogiar la belleza y la grandiosidad del hotel. El padre Gaetano, así me lo pareció, me miró con un guiño de irónica indulgencia hacia aquel pobre cardenal al que le correspondía saber, y no sabía, lo que era realmente grandioso, realmente bello. Después dijo: —Eminencia... Y entró en el hotel con aquel pequeño racimo de jerarquía. Atento en captar lo que se decían el cardenal, los obispos y el padre Gaetano, me había pasado por alto la llegada de otros automóviles. Casi todos ellos con chóferes uniformados y pertenecientes, por tanto, a instituciones oficiales o a ministerios. Quienes bajaban de ellos tenían que ser ministros, subsecretarios, directores generales, presidentes o vicepresidentes. Algunos llevaban en cambio una mujer al volante, y no tardé en entender que se trataba de esposas que acompañaban a sus maridos, para volverse después con el coche. Una de ellas excitó mi imaginación: no era exactamente bella (pero nunca he amado a las mujeres exactamente bellas, me limité a casarme con una y la abandoné inmediatamente), pero sí alta y bien formada, con una expresión inteligente e irónica. Algo en sus movimientos, en la sonrisa, en la luz de sus ojos, a duras penas contenido, revelaba una considerable dosis de impaciencia: como si estuviese a punto de prorrumpir en un grito de liberación, de lanzarse a una carrera, casi un vuelo, de alegría. Y mientras el marido abría el portaequipajes y sacaba las maletas, ella hablaba volublemente; su voz sonaba a mis oídos como una invitación, casi como si las recomendaciones al marido de no coger frío, de comer con moderación, de protegerse por las noches con el jersey y de no olvidar tomar las pastillas en las comidas, quisieran decirme (me había visto y tal vez reconocido): ahora dejo a este cretino, a este puerco, a este ladrón, y durante toda una semana seré libre, libre, libre... Y mientras yo descifraba su invitación me miró de soslayo, risueña y lánguida, desafiando y prometiendo, para confirmármelo. Tuve por un momento la tentación de seguirla o, más expeditivamente, de pedirle que me llevara a la ciudad: delante del marido, al que una cierta aprensión respecto a la mujer, si es que era capaz de sentirla, habría ayudado en los ejercicios que se disponía a hacer. Pero miré cómo se iba sin moverme: un distraído beso al marido, una última mirada a mí, las piernas prácticamente al descubierto en el momento en que cerraba por dentro la portezuela. Es posible, además, que alguien la esperara ya: he acompañado a aquel puerco a la ermita de Zafer, para sus ejercicios espirituales; finalmente toda una semana para nosotros... Pero por un instante cultivé la ilusión de que por mí habría plantado al hombre que la esperaba. La explanada estaba llena de automóviles y de montones de maletas y de bolsas. Los mozos iban y venían, afanosos y sudorosos; pero no sabían, evidentemente, distinguir el grado de los huéspedes que habían llegado y que llegaban, y por dicho motivo algunos los llamaban y protestaban en un tono que quería decir: el equipaje que recoges antes que el mío es de mi vicepresidente, mientras yo soy el presidente, y voy delante de él aunque haya llegado después; o algo parecido. Pero aparte de estas muestras de irritación, que recaían sobre los mozos, la atmósfera era de una camaradería fácil y grosera: gritos de sorpresa, abrazos, palmadas, jocosos insultos. A la llegada de un ministro la camaradería concluyó: se produjo un silencioso movimiento de atracción hacia el automóvil del cual se apeaba, como limaduras de hierro atraídas por un imán. Lo mismo ocurrió a la llegada de otras tres o cuatro personas, que no reconocí. Pero cuando, en un momento dado, apareció el padre Gaetano, aquel movimiento cambió de sentido, e, incluyendo al ministro y a los otros personajes desconocidos para mí, se dirigió hacia él desde todas partes, deteniéndose, sin embargo, a un metro de distancia, y adoptando la forma de semicírculo. Me pareció que en el semicírculo el orden jerárquico se reconstituyó perfectamente a la hora de besarle la mano. El padre Gaetano reconoció a todos, tuvo para cada uno de ellos unas palabras referentes a las funciones o a la familia o al estado de salud, y todos se mostraron felices de haber sido reconocidos y distinguidos. Pero siempre había, en todo lo que el padre Gaetano decía o hacía, como una vibración o matiz de burla que, evidentemente, nadie de aquella grey que se recogía a su alrededor era capaz de advertir. Y yo lo advertía y me encantaba, porque aquella sutil burla y aquel sutil desprecio me parecían ejercidos en una especie de camarilla, de solidaridad, que se había establecido entre él y yo; y porque su imagen, más vieja, sabia y experimentada, era aquella a la que yo aspiraba. De pronto, la explanada se vació, desierta y silenciosa como por la mañana. O tal vez de pronto tuve conciencia de ello. Entré en el hotel. Los curas recepcionistas eran ahora dos: el que encontré a mi llegada y otro, uno de los cuatro que había conocido en el refectorio. —¿Y ahora qué pasa? —pregunté. —Los huéspedes han ido a sus habitaciones. Dentro de una media hora bajarán para la misa. La celebrará el cardenal. Después hablará el padre Gaetano. —¿Abajo en la capilla? —Sí, abajo en la capilla. —¿Puedo asistir? —Creo que sí. Me ha parecido entender que el padre Gaetano no tiene nada en contra de que usted asista a los ejercicios espirituales, y puesto que los ejercicios espirituales comienzan con esta misa... Di las gracias y me alejé. Estaba indeciso. Y no por temor a cometer una indiscreción, ya que justamente me había quedado para cometerla, sino por miedo a aburrirme y verme obligado, por discreción, a permanecer hasta que todo hubiese terminado. Pero fui. Y me aburrí moderadamente. Llevaba al menos un cuarto de siglo sin asistir a una misa (y escribir un cuarto de siglo en lugar de veinticinco años forma parte de mi coquetería de envejecer). Y como era la primera vez que la oía en italiano, me abandoné a reflexiones sobre la Iglesia, su historia y su destino. O sea, su pasado esplendor, su mediocre presente y su inevitable final. Desde un punto de vista estético, suponía; pero, en lo que iba pensando desordenadamente, había algo más remoto y oscuro; algo más peligroso. Un fondo de malestar, de aprensión, como alguien que se marcha y, al instante siente que ha olvidado o extraviado algo, y no sabe exactamente qué. Pero si expreso sinceramente, y tal vez con exceso, aquel estado de ánimo, tengo que decir que me sentía algo defraudado y perdido. Aquel inmóvil peñasco al que, como enemigo, me había enfrentado durante años, aquel peñasco de supersticiones y miedos, de intolerancia, de latín, se revelaba de pronto tan desmenuzable y pobre como el terrón más pobre. Aún recordaba (a los diez años había ayudado en misa) algunos pasajes de la misa en latín, y los comparaba con el italiano al cual habían quedado reducidos, exactamente reducidos, en el sentido de cuando se dice cómo ha perdido Fulano. «Haz, Señor, que, como la gota de agua se mezcla con el vino, así nosotros nos unamos a tu sacrificio.» Qué palabras tan insulsas, hacen pensar en aquellos seres insulsos que, en la mesa, añaden agua al vino. «Deus, qui humánete substantiae dignitatem mirabiliter condidisti, et mirabilius reformasti: da nobis per huius aquae et vini mysterium, eius divinitatis esse consortes, qui humanitatis nostrae fieri dignatus est particeps, Iesus Christus Filius tuus Dominus noster: Qui tecum vivit et regnat in unitate Spiritus Sancti Deus: per omnia saecula saeculorum.» ¿Dónde quedaba ahora el sentido de estas palabras y, más acá o más allá del sentido, el misterio? Pero tú, me decía, querías precisamente esto: que el misterio se disolviera, que de aquel grandioso escenario, de aquella majestuosa ilusión, quedasen las desnudas y escuálidas bambalinas, como cuando se entra en el teatro para asistir a una representación de los Seis personajes de Pirandello... Pero en Pirandello la desmitificación del teatro es una forma que lo reinventa y reafirma; ¿quería, pues, que la Iglesia, renunciando a la mitificación y al engaño, se reinventara y reafirmase?... No, quería que acabara. Y está llegando a su fin... Sin embargo... La verdad es que muchas cosas en nosotros, que creíamos muertas, están como en un valle dormido: pero no ameno como en Ariosto. Y la razón debe vigilar siempre su sueño. O tal vez, como prueba, despertarlas alguna vez y dejar que salgan de aquel valle; pero para que retornen a él castigadas e impotentes... ¿Y si la prueba fracasa? Ahí está el problema. Con el que, a decir verdad, nunca me había encontrado porque todo, dentro de mí y en torno a mí, llevaba años siendo ficción. No vivía sino engañándome, y dejándome engañar. Sólo las cosas que se pagan son auténticas, si se pagan con la inteligencia y el dolor. Y yo ahora sólo pagaba a través de los bancos. No había sentimiento, convicción o idea por la cual no me pidieran otra cosa que una firma en un cheque. O en un cuadro, porque lo que da valor a un cuadro es la firma, exactamente igual que sobre un cheque. (Algún día haré una exposición de telas sólo con mi firma, para venderlas a precios más bien altos; y sugeriré al marchante esta frase publicitaria: «Píntalo tú mismo, un gran pintor ya te lo ha firmado».) También del dolor ajeno (la enfermedad, la miseria, la desgracia que caía sobre personas que conocía o que, sin conocerlas, acudían a mí; la guerra en la que ardían o la opresión bajo la cual gemían pueblos enteros) me liberaba con una firma, porque bastaba ésta para que inmediatamente se desvanecieran las imágenes. Me había liberado así de muchas cosas; de demasiadas para que no me sintiera, en aquel momento, lejos de la verdad de la vida... Me asaltó entonces la idea, algo molesta e irónica, de que si seguía reflexionando y acusándome de esta manera, acabaría haciendo realmente los ejercicios espirituales, y resultaría ser el único, porque todos aquellos que habían venido a hacerlos parecían, y estaban, totalmente ajenos a ellos. Durante la misa no hacían sino hablar al oído de los vecinos, y saludar con guiños y sonrisas a los que estaban lejos. Se sentían como en vacaciones, unas vacaciones que les permitían reanudar fructíferas relaciones, urdir tramas de poder y de riqueza, invertir alianzas y retribuir traiciones. «La misa ha terminado: podéis ir en paz.» Pero no debían irse, por lo que el desorden y la confusión que inmediatamente se produjeron se extinguieron al aparecer el padre Gaetano tras la balaustrada del coro. Los más revoltosos se avergonzaron, y sobre su silenciosa contrición el padre Gaetano dejó caer, como un pedrisco, su reprimenda. Hablaba con voz cansina, como quien a duras penas contiene un bostezo continuamente insurgente, y sin cambiar de tono pasó de los reproches a las explicaciones: al sentido y la necesidad de aquellos ejercicios, para cada uno y para todos examen de conciencia por el año transcurrido y por el que se iniciaba; balance y perspectivas. Y como todos los que se habían recogido en aquel lugar para ejercitar el espíritu y para renovar sus fuerzas representaban el mundo cristiano y católico en el gobierno de la cosa pública y, en cualquier caso, de las cosas encaminadas al bien público, era absolutamente necesario que en aquella semana se preguntaran: ¿hemos dado a Dios lo que es de Dios? En este punto, uno que estaba frente a mí susurró al oído del vecino: —Está claro que quiere hacer otro hotel. Pero inmediatamente miró a su alrededor, temeroso, y, sospechando que yo le había oído, me dirigió una sonrisa de complicidad, creyéndome de su bando, y que no podía ignorar, por lo tanto, lo que el padre Gaetano, sin la menor duda un santo varón pero más bien exigente, entendía por dar a Dios. El padre Gaetano, por su parte, no profundizó en el tema del dar a Dios (y omitió del todo, claro, el dar al César): dejó que el tema resonara en cada una de las conciencias, traduciéndose, según la rama del poder y las funciones de cada cual, en imágenes o cifras concretas. —Ahora podéis salir —dijo finalmente el padre Gaetano, cargando sobre la primera palabra el residuo del reproche con que había comenzado. Todos, ordenadamente esta vez, se alzaron y se encaminaron hacia la salida. El cardenal y los tres obispos ya habían desaparecido, tal vez por la sacristía. Quedábamos en la capilla, que me pareció más grande, el padre Gaetano y yo. Como de costumbre, él parecía no verme, pero al cabo de un rato comenzó a hablarme. Había entendido por qué me había quedado. —Usted todavía no ha visto bien la capilla, que por otra parte es la iglesita de la ermita... Como puede ver está intacta; las últimas reformas se remontan al siglo XVII... ¡La ermita de Zafer! Toda una historia inventada ante un escritorio, en la segunda mitad del siglo pasado, por un erudito local... Existía la tradición, la leyenda de un ermitaño de tez oscura y barba blanca, y el farmacéutico del pueblo de abajo le dio un nombre, Zafer... Yo supongo que en la cabeza del farmacéutico las cosas se combinaron del siguiente modo: tenía el nombre de la comarca, Zaffú, y se había publicado hacía poco la traducción, de Michele Amari, del Solwan el Mota’ de Ibn Zafer. Quién sabe si el texto le pareció cristiano: puede ocurrir que aislando algún pasaje se vea, en un texto que no tiene nada de cristiano, relampaguear el cristianismo... Zaffú, Zafer: mucho más bonito Zafer; el zafiro, la zafra, el azafrán... Y, además, estaba aquel cuadro. Me lo indicó. No me había fijado en él hasta entonces: un santo cetrino y barbudo, con un libraco abierto delante, y un diablo con una expresión entre obsequiosa y burlona, con los cuernos rubescentes, como de carne desollada. Pero lo que más impresionaba de aquel diablo era el hecho de que llevara unos anteojos en forma depince-nez, con la montura negra. Y también la sensación de haber visto ya algo parecido, sin recordar cuándo ni dónde, confería al diablo con gafas un no sé qué de misterioso y de pavoroso: como si le hubiera visto en sueños o en los terrenos visionarios de la infancia. —A partir de este cuadro —prosiguió el padre Gaetano— el farmacéutico construyó una leyenda: Zafer el santo ya no tiene buena vista; se le presenta el diablo y le ofrece, como regalo, unos anteojos. Pero, como es natural, estos anteojos poseen una cualidad diabólica: si el santo se decide a aceptarlos, a través de ellos leerá siempre el Corán en lugar del Evangelio, san Anselmo o san Agustín. «Ahimè che ti puro segno delle tue sillabe si guasta in contorto cirillico si muta...» La cita me sorprendió: el padre Gaetano había leído al que yo considero el último gran poeta italiano; y sabía sus versos de memoria. —En este caso, en cúfico o como se llame la escritura del Corán. Inútil decir que Zafer sospecha el engaño y no acepta el obsequio; más aún, llega a ignorar la presencia del diablo... Pero este cuadro, como usted sabe, no es sino una copia, más bien tosca, del de Manetti que se encuentra en Siena, en la iglesia de San Agustín. Un cuadro curioso, en cualquier caso. Dejando a un lado las fantasías del farmacéutico, diré que incluso inquietante... El diablo con anteojos: lo que Manetti quería decir es bastante obvio, en relación con su época; pero hoy... —Igual que entonces: cualquier instrumento que ayuda a ver bien, sólo puede ser obra y oferta del diablo. Quiero decir para ustedes, para la Iglesia. —Interpretación laica, de un laicismo trasnochado: el de las asociaciones dedicadas a Giordano Bruno y a Francisco Ferrer... Yo prefiero decir que cualquier corrección de la naturaleza sólo puede ser obra y oferta del diablo. —Interpretación de Sade. —Pero Sade era cristiano —dijo el padre Gaetano, abandonando la contemplación del cuadro y mirándome como asombrado de que yo no lo supiese, de que nadie hasta entonces me lo hubiese dicho. —Si usted lo dice... —acepté con una ironía demasiado perceptible. —No lo digo yo —replicó bruscamente el padre Gaetano. Dio unos pasos por la capilla, como si yo no estuviera allí, y después volvió al cuadro. Yo, un poco enojado conmigo mismo por la trivial ironía de aquel si usted lo dice, intentaba descubrir una frase más sutilmente irónica; pero el padre Gaetano había subido los peldaños del altar y había sacado, de un bolsillo interior a la altura del pecho, unos anteojos y, después de ponérselos, se alzó de puntillas y se inclinó para examinar el ángulo derecho del cuadro. Se volvió y me dijo: —Aquí está la firma, venga a verla. Viví un momento de vertiginoso estupor. Sus anteojos eran una copia exacta de los del diablo. No se dio cuenta de mi estupor, que debía de ser visible, o fingió que no lo advertía, disfrutándolo para sus adentros. Por otra parte, yo pasé inmediatamente a atenuar el golpe, si es que por su parte había existido intención de darlo, adoptando una expresión que quería decir: viejo histrión, guarda para tu grey de imbéciles el truco de estos anteojos. Pero no hizo caso, al parecer, de mi paso del estupor al desprecio. Me acerqué a leer la firma. Con dificultad descifré: b, u, t, a, s, u, o, c, o... Butasuoco. —Buttafuoco —rectificó el padre Gaetano—. Usted no ha visto la segunda te y ha confundido la efe por una ese... Nicolò Buttafuoco, un pintor local. Y según otro erudito, de dos siglos atrás y no menos fantasioso que el farmacéutico, el diablo es su autorretrato, con los cuernos incluidos... Un día, mientras pintaba una Virgen, como tenía de modelo una ramera, se le ocurrió decir: «Cuando esta Virgen haga milagros, a mí me saldrán cuernos». Y le salieron cuernos, y fue el primero de una larga serie de milagros que aquella Virgen hizo después... Cuernos merecidísimos, por lo bestialmente que pintaba. Se quitó los anteojos y los devolvió al bolsillo. Y con la deliberada indiferencia de quien acaba de marcarse un punto, del gato que se ha comido al canario, prosiguió: —A este nombre, Buttafuoco, va siempre ligado, tanto en la realidad como en la fantasía, algo que tiene que ver con el mal, o al menos con la confusión: este pintor que se pinta a sí mismo bajo forma de diablo; el Buttafuoco de Boccaccio, en la novela de Andreuccio de Perugia... Deliciosa, aquella investigación de Croce sobre la novela de Boccaccio: encontrar en los archivos angevinos un Buttafuoco entre los prófugos sicilianos... Y continuó así divagando, llevándome cogido del brazo hacia el refectorio. Me invitó una vez más a su mesa. En lugar de los cuatro curas estaban el cardenal y los tres obispos; y se habían añadido dos puestos, para el ministro y un industrial. Yo me sentía muy incómodo. Y no porque fuera la primera vez que compartía la mesa con ministros, industriales y prelados (al contrario, era raro el día que no me encontrara alguno de ellos, o toda una colección, en el restaurante), sino por el lugar y el momento: un hotel dirigido por curas, una concentración de católicos en ejercicios espirituales. Y de la misma manera que yo me sentía sorprendido y extrañado por el hecho de encontrarme allí, más aún lo estuvieron los otros cuando el padre Gaetano hizo las presentaciones (de manera impecable: fui presentado a los cuatro prelados y me presentó al ministro y al industrial). Tal vez pensaron, por un momento, que me había convertido; pero cuando, al tenderme el cardenal la mano para que se la besara, yo se la bajé para el habitual apretón, sus rostros se tiñeron de perplejidad, volcada no hacia mí sino hacia el padre Gaetano. Sobre él convergieron unas miradas que iban de la interrogación a la preocupación, y el padre Gaetano explicó que me encontraba allí por azar, por curiosidad, casi por aventura. Como lo que hacía el padre Gaetano sólo podía ser para bien, se tranquilizaron. Y todos ellos, enseguida, se creyeron obligados a elogiar alguno de mis cuadros: los prelados, los que habían visto en exposiciones o colecciones; el ministro y el industrial, los propios (porque resultó que poseían, y hasta de aquellos pintados con los pies calientes). Se pasó así a hablar de pintura; y a pesar de los cumplidos que me habían dirigido, quedó inmediatamente claro que para los cuatro prelados la pintura había muerto desde hacía casi un siglo, siendo el último en practicarla Nicolò Barabino (y me vino a la memoria, con este nombre, la imagen de la Virgen del Olivo que mi madre tenía, en reproducción oleográfica, en la cabecera de la cama y que yo, quizás desde la primera vez que tuve en la mano un lápiz, copié durante años: siempre prodigiosamente, según mi madre; pasablemente, en mi opinión). Para el ministro y el industrial, la pintura nunca había existido de no ser, en un momento determinado de su vida y de su fortuna, bajo forma de inversión y cotización. Y por dicho motivo no andaban de acuerdo con los prelados, porque en los cuadros antiguos las cotizaciones son variables en el caso de los pintores menores e incalculables, por encima de cualquier real y auténtica estimación, en el caso de los grandes, mientras que eran seguras, y en seguro ascenso, las de los contemporáneos, fueran grandes o pequeños. Lo malo es que no había grandes contemporáneos, objetó el cardenal. Pero inmediatamente, sin convicción, añadió: —Salvo, claro está, nuestro amigo aquí presente. Yo, también sin convicción, repliqué dando el nombre de Guttuso. El cardenal dijo que la grandeza era otra cosa. El padre Gaetano, en cambio, comenzó a elogiar aquella Crucifixión de Guttuso que treinta años antes había ocasionado tanto escándalo, y que ahora pensaban adquirir, dijo, los museos vaticanos. Uno de los prelados preguntó la razón del escándalo. —Todos los personajes están desnudos —dijo el padre Gaetano, con un tono de asombro burlón por los que hace treinta años se escandalizaban de ver llena de desnudos la escena de la Crucifixión. Los prelados convinieron en que desnudar a Cristo, a la Virgen y a sus dolidos acompañantes era algo totalmente inocente, si se hacía con inocentes intenciones y resultados. Blasfemias mucho mayores lanzaba nuestra época contra aquella sublime tragedia. Y nos disponíamos a enumerar las blasfemias de nuestra época, cuando uno de los obispos volvió a hablar de Guttuso, insinuando la reserva de que era comunista. —¿Y quién no lo es? —dijo el padre Gaetano, que, en un tono paródico, agregó—: Porque no podemos dejar de llamarnos comunistas. No se entendía si hablaba en serio o bromeaba. Recibió por ello, de parte de todos, y también mía, una ambigua aprobación. Y se produjo un silencio. Lo interrumpí, algo intimidado, pero esforzándome en adoptar un tono ligero, casi de broma o de escarnio, preguntando qué pensaban de la restauración del diablo dictada por Pablo VI. —Oh, el diablo... —respondió irónicamente el cardenal. Y su ironía, como inmediatamente después comprendí, no sólo iba dirigida a mí, que lo preguntaba. —Con todo el respeto, claro está, con toda la filial devoción que se debe al Santo Padre —dijo el ministro—, yo me pregunto si éste era el momento de sacar a relucir al diablo. Y me miró con aire desafiante, como para que tomara nota de su falta de prejuicios y de su coraje frente a un cardenal, tres obispos y un sacerdote famoso por su ingenio, su sabiduría y su poder. —Es el momento —dijo el padre Gaetano, haciendo hincapié en el es. Se produjo, me pareció adivinar, una especie de movimiento de asentamiento en las mentes de los cuatro prelados y de los dos devotos. Como cuando se dice que una casa recién construida está asentada, y de pronto muestra una grieta. En aquellas mentes afloraba ahora una grieta. —No digo que no sea el momento —aclaró el cardenal—. Digo, bueno, el modo... No sé... Quizá se podía... Y calló, dejando astutamente que los demás prosiguieran la escalada, porque en la cima serían fulminados por los rayos doctrinales del padre Gaetano. Pero, no menos astutamente, los tres obispos y los dos devotos eludieron la discusión teológica (y me desilusionaron), y se pusieron a hablar del discurso de Pablo VI sobre el diablo como de un acto meramente burocrático, de una circular ministerial; y del papa como de un ministro cuyos decretos, más o menos torpes, más o menos oscuros, deben luego aplicarlos los directores generales; y los hay devotos al ministro pero incapaces, capaces pero no devotos, capaces y devotos, incapaces y no devotos. —¿Y la salud, la salud del papa? —inquirió el industrial. —Los papas —dijo el padre Gaetano— gozan siempre de buena salud. Se puede decir, incluso, que no sólo mueren en buena salud sino de buena salud. Me refiero, claro, a la salud mental —explicó dirigiéndose al industrial—, porque su pregunta, por supuesto sin malicia, aludía a ésa... Otros males, otros achaques, no cuentan. —Ya —dije—, jamás se ha dado el caso de un papa que por razones de edad, por arterioesclerosis, se ponga a desvariar. Quiero decir que nunca se ha sabido. —Nunca se ha dado, exacto —dijo el cardenal. —Nunca se ha sabido —insistí. —Las cosas que no se saben, no existen —dijo el padre Gaetano. —Yo diría que algunas cosas pueden no saberse, pero existen —repliqué. —Sí, de acuerdo. Pero tenga presente que estamos hablando de la Iglesia, del papa —dijo el padre Gaetano—. Una fuerza sin fuerza, un poder sin poder, una realidad sin realidad. Aquello que en cualquier otra cosa mundana no sería más que apariencia, una cosa que debe ocultarse o enmascararse, en la Iglesia y en quienes la representan son las interpretaciones o las manifestaciones visibles de lo invisible. Y eso es todo... Lo cual no impide que, si queremos, podamos también darnos el gusto de descubrir las extravagancias, temperamentales o seniles, de algún papa... De Pío II, por ejemplo, si examinamos con atención sus deliciosos Commentari... Para empezar, la extravagancia está en el mismo hecho de escribir, como papa, la historia de la propia vida, que es afición más de aventurero que de papa... Cardenal y obispos se pusieron rígidos y protestaron, pero se descubrió que no habían leído los Commentari, mientras que el padre Gaetano era capaz de citar de memoria todos los pasajes que le convenían. —Diría incluso —prosiguió— que llegado a cierto punto, el punto en que comenzó a dictar los Commentari, Pío II ya no consiguió contener la satisfacción que le producía su ascenso al pontificado, en el cual su espíritu había tenido más participación que el Espíritu Santo. El irresistible deseo de proclamar: «Contempladme, aquí, en el trono de san Pedro; soy el viejo Enea Silvio, el de la Storia dei due amanti; le he tomado el pelo, os he tomado el pelo... Un héroe stendhaliano avant la lettre...». Y para tranquilizar al cardenal, que, molesto, comenzaba a llamarle al orden con irritadas tosecitas, añadió: —Pero fue un gran papa, eminencia, grandísimo y santo. Y, a fin de cuentas, murió hace más de cinco siglos... Se me ocurre una idea: puesto que murió en la noche del 14 al 15 de agosto de 1462, en la clausura del segundo turno de ejercicios, que coincide con esta fecha, hablaré de Pío II a los ejercitantes... —Buenísima idea —dijo, si bien fríamente, el cardenal. —Excelente —balbuceó, comiendo a dos carrillos, el ministro, que señalaba su plato moviendo el tenedor como un hisopo. Se refería a la pintada rellena, que era realmente apreciable. Y ahora caigo en la cuenta de que ocupado en relatar las conversaciones, he olvidado la descripción del animadísimo comedor y del desarrollo de la refección (que así eran llamadas indistintamente las comidas del mediodía y de la noche). El menú, impreso en una cartulina plegada, con un dibujo a pluma en la primera cara que mostraba al diablo tentando al santo, era especialmente rico; e iba materializándose ante nosotros, tan apreciable, como he dicho, en calidad como en cantidad. De repente, todo había cambiado en el hotel de Zafer: el refectorio estaba atestado, un cocinero ofrecía lo mejor de su talento, y el servicio era rápido y esmerado. Lo desempeñaba, además de una decena de camareros, un equipo de chicas a las cuales pertenecer a no sé qué orden terciaria no les impedía una cierta procacidad y coquetería. Otros detalles: sobre cada mesa estallaba un ramo de flores vistosamente dispuesto; las cinco mujeres habían desaparecido; el cardenal fue el encargado de bendecir la mesa. Y a este respecto podría decir que me sentí como un perro en una iglesia, aunque por amor a mis opiniones diré como un hombre en una perrera, cuando todos se levantaron, se santiguaron, rezaron, y se santiguaron de nuevo. Debo confesar, sin embargo, que no me atreví, tal como me proponía, a permanecer sentado mientras todos se levantaban. Al salir del refectorio atrapé al cura melenudo, el que leía Linus, y le pregunté dónde se habían metido las cinco mujeres. —¡Vaya pregunta! Están en sus habitaciones —me respondió con cierta oscuridad, casi huyendo. Por la tarde, el cardenal abrió las sesiones de los ejercicios. Habló más de una hora. Le seguí distraídamente, pero menos que los suyos. Se basó en la Biblia, especialmente en el Éxodo, argumentando sobre el movimiento teológico, creo que nuevo, de la esperanza. Por lo que llegué a entender, este movimiento llamaba esperanza a la desesperación. Ni una referencia a los Evangelios, y sólo citó dos o tres veces el nombre de Cristo. Cuando el cardenal pasó la última de las hojas que había leído, el discreto suspiro de alivio de cada uno se rundió en un todo que sonó como el resoplido de un aeróstato que se deshincha. Al final de la plática, hubo aplausos. El cardenal hizo un gesto para silenciarlos y, cuando se apagaron, el padre Gaetano ordenó que todos retornasen a sus habitaciones a meditar durante una hora sobre las palabras de su eminencia. Recogí, en la grey que salía, intenciones muy diferentes. Hablaban de libros que leer, de informes que escribir, de correspondencia que despachar, de llamadas telefónicas que esperaban. Señalando a un individuo de aspecto ascético, pequeño, con gafas gruesas, uno que salió junto a mí me dijo: —Aquél ya sabe lo que tiene que hacer en la habitación. Le pregunté quién era y qué tenía que hacer en la habitación. —Pero ¿no lo conoce? Es... Dijo un nombre que me resultaba conocido. —Sí, me parecía que era él... ¿Y qué tiene que hacer? Agitó la mano en el aire en un gesto que indicaba cosas maravillosas, cosas del otro mundo, mientras su cara se teñía de gozosa malicia, de deseo, de envidia. Y se alejó de mí, repentinamente receloso. En la explanada sólo quedaban dos hombres charlando animadamente. Hablaban de carreteras y de contratos. El padre Gaetano, que salió tras de mí, les sorprendió. Dirigió su índice hacia ellos, y, con voz vibrante, les riñó: —¡Abogado, diputado! ¡Me sorprende que sigan aquí, hablando de sus miserias, de nuestras miserias! ¡Vayanse a sus habitaciones a meditar sobre las palabras de su eminencia! Igual que dos chiquillos sorprendidos robando en la despensa, los dos se separaron y, uno tras otro, se metieron en el hotel. El padre Gaetano sonrió y se me aproximó. —Apuesto a que usted meditará más que todos ellos sobre cuanto ha dicho Su Eminencia. —No tenga tan buena opinión de mí —dije—. Estoy meditando, sí, pero sobre una alusión, creo que maliciosa, que acabo de recoger, a la salida de la capilla. Un individuo, señalando a... Y pronuncié el nombre del hombre que me habían señalado. —... ha dicho: «Aquél ya sabe lo que tiene que hacer en la habitación». O algo parecido. Me pregunto a qué se refería. —A una mujer, naturalmente. —¿Tiene una mujer en su habitación? —No exactamente, la mujer está en su propia habitación. —Comprendo: es una de las cinco. —Una de las cinco, sí. Las cinco están aquí por el mismo motivo. Pero no por el mismo hombre, claro. —¿Y usted permite...? —Amigo mío: yo permito todo. Admito y permito. —Pero, digo yo, los ejercicios espirituales... —Tengo la impresión de que usted cree en ellos más que yo, que se los toma al pie de la letra, en su significado original, ignaciano... Y eso me hace pensar que el laicismo, aquello por lo que ustedes se llaman laicos, no es más que la otra cara de un exceso de respeto por la Iglesia, por nosotros, los sacerdotes. Atribuyen a la Iglesia y a nosotros una especie de aspiración perfeccionista, pero quedándose cómodamente fuera de ella. Nosotros sólo podemos contestarlos invitándoles a entrar y a tratar, con nosotros, de ser imperfectos... En todo caso, quiero adoptar su punto de vista, o sea, el concepto de los ejercicios espirituales como mortificación... Bien, esos cinco desgraciados tienen esposas, hijos, electores, adversarios, amigos y enemigos que les hacen chantajes, amigos y enemigos que controlan sus pasos y sus teléfonos... Tienen también su amante, como es habitual. Y durante todo el año anhelan esta semana, aquí, de los ejercicios; y acaban por hacerlos realmente. Mandan primero a las mujeres; recomendándomelas, claro, porque yo no las aceptaría sin sus recomendaciones, como personas con los nervios destrozados, que buscan serenidad y reposo ante sus contrariedades familiares y sus desgracias, en un ambiente confortablemente religioso. Yo finjo que no me percato, que no sé nada, y las acepto. Porque sé perfectamente que su anhelo de una semana de amor se convertirá en una semana de infierno... El cretino que usted ha oído imagina delicias y delirios eróticos. Y, en cambio, ¿sabe qué están haciendo esos cinco adúlteros, esos cinco pecadores? Están discutiendo. Y discuten sin motivo, o por algún motivo fútil, por una especie de autocastigo; precisamente porque se sienten adúlteros, se sienten pecadores... Si va usted a escuchar junto a sus puertas (y son muchos los que lo hacen en este momento), les oirá reñir más que a cualquier pareja legítima, con más furor, con mayor crueldad... Créame, el mejor modo de hacer el amor es el inmediato y fugaz que ofrecen las prostitutas... —Pero, así, usted... —Es una cosa tan sencilla hacer el amor... ¿Qué es el amor? No hay otra cosa entre un hombre y una mujer... Es como tener sed y beber. No hay nada más sencillo que tener sed y beber; quedar satisfecho por beber y por haber bebido; dejar de tener sed. Sencillísimo. Pienso en si el hombre hubiera dedicado al agua, a la sed, al beber (por un orden distinto de la creación y de la evolución), todo el sentimiento, la atención, los ritos, las justificaciones y las prohibiciones que ha dedicado al amor: no habría nada tan extraordinario y prodigioso como beber cuando se tiene sed... Y en cuanto a las prostitutas, piense en si los mejores tragos que hemos tomado en nuestra vida no son los que hicimos en una fuentecita en una esquina de la calle, o en un pozo junto al camino... —Esto de la sed y del beber no es nuevo. —Es de una revolucionaria rusa, pero Lenin, ¿se acuerda?, planteó la cuestión del vaso; se negaba a beber en el vaso en que hubieran bebido otros. Más bien reaccionario, ¿no le parece? —Puritano, yo diría puritano. Todos los revolucionarios lo son. —Sí, si hubiera dicho: yo bebo siempre en el mismo vaso... —De acuerdo, pero ¿ no le parece que es mucho más reaccionario postular la existencia de las prostitutas? —Yo soy tan reaccionario como revolucionario. —Y no le importan los vasos —dije, un poco maliciosamente. —Alto. No se ponga grosero. Intente liberarse de la malévola y vulgar literatura sobre los curas que envenena a todos los italianos, incluso a los practicantes. Sea más sutil y más serio... Yo puedo decir de mí lo que un cronista medieval decía de Arrigo VII: «Era casto de su persona, y la castidad debió de haberle podrido por dentro». Es la castidad lo que me lleva a simplificar lo que suele llamarse amor. Y es la falta de castidad lo que le lleva a usted a complicarlo. Es verdad: reconozco que la castidad es espantosa, pero sólo en los primeros tiempos en que se la escoge y se afronta... Después es algo parecido, usted puede entenderme, a lo que pasa con el arte para quien lo practica: los límites y los impedimentos expresivos son la forma, no son límites e impedimentos. De igual modo, la castidad es la forma más sublime que puede alcanzar el amor propio: convertir la propia vida en arte. —Yo no puedo vivir —dije— si no es amando a una mujer, y con todas las complicaciones posibles. No siempre a la misma, claro. Una mujer desaparece de mi vida, y aparece otra. Y en ocasiones la segunda aparece antes de que haya desaparecido la primera. —Y yo apuesto a que siempre es la misma. Quiero decir en el carácter, aunque quizá también en el físico. Reflexioné un instante. —Tal vez ganaría la apuesta —dije. —¿Ve usted? Padece un mal bastante corriente y trivial. Se acaba de ser niño con la pubertad, pero la mayoría encuentra la manera de seguir siéndolo en el campo de la actividad erótica en el que se entra con la pubertad... Me explico: la cosa más seria que han descubierto los estudiosos de la psicología infantil, entre muchas que no son serias, es la denominada ley de la repetición de lo semejante o de lo igual, no recuerdo bien. ¡Era tan fácil de descubrir, por otra parte!... Un niño quiere que se le cuente la misma fábula, prefiere el mismo juguete, repite el mismo juego, hasta que deja de ser niño. El donjuanismo no es más que la prolongación de esa ley más allá de la pubertad, en la juventud y en la vejez. Y he saltado de la juventud a la vejez, olvidando el estadio de la madurez, precisamente porque la madurez no existe para los hombres que sufren de ese mal. El donjuanismo es una prolongación de la inmadurez, hasta la chochez, que es su justa conclusión, y la muerte... Créame usted, todos los donjuanes acaban chochos. —Me mataré un poco antes. En el supuesto de que yo sea realmente un Don Juan. —Sí lo es. Y no se matará un poco antes, por la simple razón de que no conseguirá ver la línea de demarcación, el límite. —¿No le parece que en este momento está utilizando contra mí las antiguas armas de la sexofobia católica? Con la variante de que, en lugar de prometer el infierno, promete la chochez. —Se equivoca de pies a cabeza: nunca ha existido una sexofobia católica. En el pasado, no se ha hecho más que enriquecer y refinar. Tal vez ahora, en la permisividad, se pueda vislumbrar un movimiento de sexofobia... En cuanto a prometer, o sea a amenazar, yo no le amenazo en absoluto. Me limito a una simple comprobación. Puede hacerla también usted con sólo mirar a su alrededor. Seguro que habrá conocido a hombres que han ido detrás de las mujeres, una después de otra o dos y tres a la vez. Trate de recordar los últimos años de su vida. Y me dejó con esta desoladora propuesta. Puntualmente, al cabo de una hora, los huéspedes reaparecieron en la explanada, habían meditado y se notaba. Tenían prisa por comunicarse los resultados de la meditación: propuestas en número y números en propuesta, anécdotas picantes a cuenta de amigos-enemigos y de enemigos-amigos, adulaciones, condescendientes demostraciones de aprecio, y algún chiste obsceno más bien sobado. Los más, emparejados, se hablaban al oído, y me vino a la memoria el nunquam duo que es la regla de los seminarios, y debería serlo de todas las reuniones de católicos. Era fácil imaginar que los dos que se hablaban cerca de mí estaban maquinando algo contra los otros dos que estaban en la parte opuesta, y viceversa: y así cualquier pareja en contra de cualquier otra que estuviera distante; de modo que la explanada se convertía en una especie de telar en el cual se tejía una espesa trama de engaños y de traiciones, y las lanzaderas pasaban de una mano a otra. Yo iba de una pareja a otra, de un grupo a otro, recogiendo palabras, fragmentos de frases, frases enteras: susurradas, a veces indecisas y titubeantes, y otras firmes. En conjunto, parecía que todos hablaban de la refección ingerida al mediodía y de la que ingerirían dentro de un par de horas, de la inapetencia de alguno y de la voracidad de la mayoría. Aquél come, aquél tiene hambre, aquél no ha comido todavía, no quiere comer, sí quiere, no puede, hay que obligarle a comer, debe dejar de comer tanto, hay un límite al comer, y así sucesivamente. Me di cuenta de que era un lenguaje metafórico, y llevé la metáfora hasta el punto de verles a todos gesticulando en medio de una cascada de alimentos en descomposición. Me alejé hacia el bosque. Y regresé al hotel cuando todos estaban ya a la mesa. El padre Gaetano me llamó con un gesto a mi lugar habitual. El cardenal y los obispos habían desaparecido, y en sus puestos se sentaban otros personajes, que el padre Gaetano me presentó. No me resultaban desconocidos sus nombres ni sus cargos. Tomé la decisión de irme al día siguiente. No participé en la conversación, por variados que fueran los temas por los que discurría. Ni siquiera atendía, salvo en los momentos en que intervenía el padre Gaetano. Y siempre de manera aguda y rápida: citas que caían con fría autoridad, calembours, ocurrencias. En gran parte, intervenciones dedicadas a mí, porque mostrando siempre unos ojos sin mirada, distantes o vacuos, él, sin embargo, me escrutaba y comprendía la razón de mi silencio. Me ofrecía por ello su solidaridad en el desprecio; era como decir: entiendo su intolerancia, pero fíjese en cómo les trato. Y, sin embargo, también estaba enfadado con él. Acabada la refección, y a medida que los comensales salían al aire libre, vi que todos se agrupaban en torno al padre Gaetano: no casualmente, sino como para una reunión establecida y prescrita. Y mi mal humor se convirtió en curiosidad. Formaban círculo. En un momento dado, tal vez cuando estimaron que estaban todos presentes, el círculo se descompuso y adoptó forma de cuadrado. El padre Gaetano, que había estado en el centro del círculo, se halló en medio de la primera fila del cuadrado. Así ordenados, estuvieron un instante quietos y en silencio, hasta que alzó la voz el padre Gaetano. —En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén. Y el cuadrado se movió. Como ya he dicho, la explanada era vasta, y la tornaba aún más vasta el hecho de que se habían apagado casi todas las luces. El cuadrado se desplazó de la puerta del hotel al lado opuesto. Me pareció que al llegar allí, se coagulaba confusamente y tardaba en recomponerse, mientras rezaban a coro el Padrenuestro. Una vez recompuesto, volvía hacia el hotel con el Avemaria, y a la luz que caía de la puerta y de la ventana de la planta baja, vi que en la primera fila, con el padre Gaetano siempre en el centro, no iban los mismos de poco antes. Y me di cuenta de que el movimiento era, en efecto, más ordenado de lo que me había parecido de lejos: deteniéndose un poco antes de dar la media vuelta, el Padre Gaetano dejaba que el cuadrado se abriera al detenerse él y continuara adelante recomponiéndose, hasta que él se encontraba, en el momento de la media vuelta, en el centro de la última fila, que pasaba a ser la primera. Siempre había alguno que se confundía, pero el rezo del Rosario no perdía su ritmo. Una persona vino a sentarse junto a mí. No le hice caso, pero cuando oí que reía clara y burlonamente, me volví para mirarla. Era un hombre en mangas de camisa, con una servilleta en el cuello y otra en la mano, que se pasaba por la cabeza y por la cara. —Vengo cada verano para no perderme este espectáculo, aunque me paguen mal. Mírelos —me dijo. Soltó una breve carcajada y una sonrisa maligna. Después, rápidamente, como en el cine cuando no se quiere perder el hilo de la acción o la entrada de un personaje, explicó: —Soy el cocinero. Y se sumió en la contemplación del espectáculo, emitiendo de vez en cuando un trino de placer. No había para menos. Aquel ir y venir por la explanada casi a oscuras, no como en un tranquilo paseo sino a paso ligero, como quien tiene miedo a la oscuridad y se apresura a regresar a la zona iluminada (que era la de la entrada del hotel, y allí, de hecho, su paso se hacía más lento, como remoloneando antes de reemprender la vuelta a la parte más oscura); aquellas voces que se elevaban en el Padrenuestro, en el Avemaria, en el Gloria, con algo de pavor y de histerismo; la voz del Padre Gaetano, que sucedía a las del grupo, distante y fría, en la cual expresiones como «misterioso mensaje», «misterio de salvación», «antigua serpiente», «espada que traspasará el alma» se cargaban con un sentido totalmente físico, no eran ya metáforas sino acontecimientos que se estaban realizando, que se realizaban, en aquel lugar del confín del mundo, en el confín del infierno, que era el hotel de Zafer. Y en aquel momento, hasta los que, como yo y el cocinero, les veían en su abyecta y grotesca falsedad, descubrían que había algo de auténtico, auténtico miedo, auténtica pena, en su deambular y en su rezar en medio de la oscuridad, algo que se refería realmente al ejercicio espiritual, como si estuvieran y se sintieran desesperados, en la confusión de una sima del infierno, a punto de la metamorfosis. Y era fácil pensar en la dantesca sima de los ladrones. —¿Le gustó la escena del Rosario? —me preguntó al día siguiente el padre Gaetano. —Muchísimo. —Sabía que le gustaría. —Lástima que sólo la disfrutáramos dos personas: el cocinero y yo. —Ah, el cocinero... Sí, lo sé, es un aficionado. Un hombre inteligente, se ve por su manera de cocinar, pero un anticlerical furibundo, a la antigua. No creo que sea comunista; republicano, tal vez, o socialista... Pero usted se equivoca si cree que sólo eran dos los que se divertían. También yo me divertía. —¿Me permite una pregunta? —Claro. —¿Qué clase de sacerdote es usted? —Un sacerdote como todos los demás sacerdotes. —No, yo diría que no. —¿Ha conocido usted muchos sacerdotes? —He conocido algunos... De niño, de joven, en un pueblecito. Dos o tres buenos por nueve o diez malos. Los buenos eran los que no se metían en la vida de los demás, no cargaban la mano en las tarifas de bodas, funerales y bautizos, efectuaban alguna mejora, es decir algún daño, en su iglesia, no daban pie a murmuraciones. Los malos eran los ávidos y los avaros, que dejaban desmoronarse su iglesia, que, confesando a las mujeres, las azuzaban contra sus maridos, que tenían a su alrededor ursulinas, hijas de María y beatas adineradas. Pero tanto los buenos como los malos, totalmente ignorantes. —Comprendo su problema: no sabe si colocarme con los buenos o con los malos... Bien; yo soy muy malo. —No, no es ése mi problema. —Sí, sí lo es... Y lo habría ya resuelto metiéndome entre los malos, si no fuera por la pequeña dificultad de que no soy ignorante... J'ai lu tous les livres... Pero puede soslayar esta dificultad: soy un sacerdote malo que, a diferencia de los sacerdotes malos que conoció en un tiempo, ha leído muchos libros... Quiero obsequiarle incluso con una pequeña paradoja, una explicación de por qué me clasifico entre los malos, no por modestia sino por convicción. Los sacerdotes buenos son los malos. La supervivencia, y, más que la supervivencia, el triunfo de la Iglesia a lo largo de los siglos, se debe más a los sacerdotes malos que a los buenos. Detrás de la imagen de la imperfección vive la idea de la perfección. El sacerdote que viola la santidad o, en su manera de vivir, hasta la escarnece, en realidad la confirma, la enaltece, la sirve... Pero ésta es una verdad muy trivial; podría, incluso, reducirla o complicarla. —Así que el papa más grande ha sido Alejandro VI. —También eso es una trivialidad; una salida que cabría esperar del cocinero, y le ruego que me disculpe. Pero estoy dispuesto a seguirle en su terreno: Alejandro VI, malgré lui, ha sido un gran papa. Si me dieran a elegir entre Pío XI y Alejandro VI... —Elegiría a Alejandro VI. —Exactamente. Pero no olvide que estamos en el terreno de la paradoja. Si nos salimos de él, puedo decirle también que la grandeza de la Iglesia, su transhumanidad, radica en el hecho de consustanciar una especie de historicismo absoluto: la inevitable y precisa necesidad, la utilidad segura, de cualquier acontecimiento interno en relación con el mundo, de cualquier individuo que la sirve y testimonia, de cualquier elemento de su jerarquía, de cualquier cambio y sucesión... —Usted es un fanático. —¿Qué otra cosa podría ser, con esta sotana? Sí, claro, para usted es fanática cualquier persona que esté segura de lo que dice... Pero mis seguridades, y eso es lo que usted no sabe, son tan corrosivas como sus dudas... En cualquier caso, podemos retornar a la paradoja, si la paradoja es la forma de verdad que más le agrada. —No, quedémonos fuera. Al contrario, contésteme de la forma más directa y sencilla, ¿qué es la Iglesia? —Un sacerdote bueno le respondería que es la comunidad convocada por Dios; yo, que soy un sacerdote malo, le digo: es una balsa, La balsa de la Medusa, si quiere, pero una balsa. —Recuerdo el cuadro de Géricault, pero no recuerdo qué sucedió en aquella balsa, aunque hace años leí un libro al respecto. Algo terrible, proverbialmente... ¿Se salvó alguien de aquella balsa? —Quince, de ciento cuarenta y nueve: tal vez demasiados... ¡Oh, no! No me refiero a La balsa de la Medusa, sino a la de la Iglesia. Diez es un porcentaje más bien alto. —¿Y qué hicieron aquellos quince para salvarse? —No me interesa. Es decir, no me interesa en la medida en que La balsa de la Medusa es para mí una metáfora de lo que es la Iglesia. —Prefiero morir inmediatamente en el naufragio. —No, usted está nadando para alcanzar la balsa. Porque el naufragio ya se produjo... El padre Gaetano esbozó una sonrisa casi divertida. —¿No se dio cuenta? Me quedé solo. Y pensando en La balsa de la Medusa, intentando recordar lo que había sucedido en ella, me dirigí hacia mi automóvil. No conseguía reconstruir los hechos en mi memoria, pero recordaba el horror que sentía al leerlos. Canibalismo, muy probablemente. «Éste es mi cuerpo, ésta es mi sangre.» Tótem y Tabú, mi primer encuentro con Freud: una gran revelación, un relámpago deslumbrante. Después uno se da cuenta de que las grandes revelaciones avanzan con una luz más discreta y continua, casi inadvertidamente... Pero no, no estaba nadando para alcanzar la balsa. Y tampoco se había producido el naufragio. La vida seguía siendo para mí un navio de equilibrada y extendida arboladura (¿cómo traducir el steamer balançant ta mâture del poema de Mallarmé, del cual el padre Gaetano había citado aquel medio verso, «he leído todos los libros»? Y así, repitiéndome desde el principio, «La chair est triste, helas! Et j'ai lu tous les livres...», me distraje del irritante pensamiento del naufragio y de la balsa). Me fui a la ciudad. Un horno, pero me sumergí en él con cierto placer, como para contradecir, aceptando el calor y el verano tórrido, al padre Gaetano y su ermita-hotel, aquella frescura, aquella delicia de la brisa. Regresé a la ermita a primera hora de la tarde, pero para irme a dormir al bosque. Ésta era, al menos, mi intención. Acabé, sin embargo, en el calvero donde las mujeres tomaban el sol, y esta vez entre ellas. Una tarde deliciosa. Pero no llevé el juego demasiado lejos, y especialmente con la que más facilidades daba (pero las daba porque no había conseguido ocultarle mi preferencia), puesto que ya había decidido que al día siguiente me iría. Y permanecería una noche más en aquel horrible hotel, sólo porque quería asistir de nuevo a la escena del Rosario. Me había fascinado, tanto como al cocinero. Pero en la cadena de la causalidad, y de la casualidad, estaba forjándose otro eslabón. La cena transcurrió como siempre. Encontré a otras cuatro personas en lugar de las que el día anterior ocupaban los puestos del cardenal y de los obispos. Entendí que el padre Gaetano, manteniendo fijos al ministro y al industrial, renovaba cada día, no sé con qué criterio de precedencia o preferencia, a los cuatro comensales restantes. Me los presentó, y sus nombres me eran conocidos, como el mío a ellos. Uno de los cuatro era presidente de un importante organismo del Estado, y no hacía mucho tiempo había dimitido de un escaño de senador para asumir aquella presidencia. Una faz afilada, zorruna. Y sumamente enterado en materia de patrística y de escolástica. Durante toda la cena, hubo entre él y el padre Gaetano un peloteo de citas, como si jugaran una partida de ping-pong. Al final, me sentí bastante interesado en Orígenes, en Ireneo y en Dionisio de Areopagita, pero en un sentido totalmente heterodoxo. A lo Borges, para entendernos... Como la noche anterior, salimos todos a la explanada. Fui a sentarme junto al cocinero, que ya estaba en su sitio. —Usted también le ha tomado gusto —me dijo a modo de saludo. —Ah, sí, es un espectáculo extraordinario. —Impagable: se lo digo yo, que un poco lo pago. Y el día menos pensado lo pagaré en su totalidad, pillaré una pulmonía, seguro que la pillaré. Se secó cuidadosamente, con la servilleta que llevaba en la mano, la cara, la nuca, la cabeza y las orejas. —No sabe usted qué infierno son las cocinas. Y yo salgo a este airecillo sin las debidas precauciones, por el trabajo que tengo dentro y por las prisas de no perderme el espectáculo afuera... Pero es una satisfacción, ¡Cristo!, una gran satisfacción ver a todos estos hijos de puta ir y venir rezando el Rosario... —La Iglesia ofrece satisfacciones hasta a los incrédulos —dije. —Tal vez sea así, pero yo me río de la Iglesia. —¿Y cómo es que está metido en este hotel de curas? —Por casualidad. Es decir, por el engaño de un amigo. Me dijo: «Me encuentro mal. Ven a sustituirme por un par de días». Lo que pasaba es que había encontrado un trabajo mejor pagado. Cuando me enteré, quería dejar esto, pero el padre Gaetano... Y además, este espectáculo... Pero al padre Gaetano se lo he dicho: un día u otro les echaré un kilo de estricnina en la sopa, y si te he visto no me acuerdo. —¿Y el padre Gaetano? —¿Sabe lo que me contestó ese gran hijo de puta? —poniendo en sus palabras tanta admiración como respeto—. Me contestó: «Hijo mío, cuando llegue el día, avísame y me saltaré la sopa...». ¿Ve qué tipo es?... Pero... ¡oh, ya empiezan! Y se sentó en la silla. Estaban comenzando, en efecto. El cuadrado se movió, mientras se alzaba la voz del padre Gaetano. —En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén. —Un ángel enviado del Padre... —Padre nuestro que estás en los cielos... —Dios te salve María... —Gloria al Padre... —El Padre desde la eternidad... —El Padre después del pecado... —Padre nuestro... —Dios te salve María... —Gloria al Padre... —Salve, oh, Reina... Procedentes en ocasiones de la voz del padre Gaetano, otras de las voces del coro, las preces se alzaban en la oscuridad de la noche. Y todo, las voces, el sentido de las palabras, aquella absurda marcha de animales enjaulados, aquel busconear y remolonear en la escasa luz y el paso más veloz y despavorido hacia la oscuridad; todo parecía pertenecer a una evocación, a un sortilegio, pero con aquel punto de farsa y de grotesco que encierran, para quien no cree en ellas, las veladas espiritistas. —Santa María. —Santa Madre de Dios. —Santa Virgen de las vírgenes. —Madre de Cristo. —Madre de la Divina Gracia. —Madre purísima... Me afloraba el recuerdo, no de las palabras latinas de antes, sino de cómo eran pronunciadas por las mujeres que, en invierno en torno al brasero y en verano en el patio, se recogían para rezar el Rosario en los años de mi infancia. Y aquel recuerdo reduplicaba el efecto grotesco, especialmente recordando la furris ebúrnea que se convertía en burrea: casi una promesa de un paraíso de pan con mantequilla, que tanto me gustaba de niño. —Torre de marfil. —Casa de oro. —Arca de la alianza. —Puerta del cielo. Apenas había acabado de decirlo el padre Gaetano, y comenzaban a alzarse del coro las palabras «ruega por nosotros», cuando se oyó como un taponazo. El cuadrado estaba en el extremo de la explanada, en el punto más distante de la puerta del hotel y de donde estábamos el cocinero y yo. Apenas acababa de dar la media vuelta: y he aquí que entre la puerta del cielo y el ruega por nosotros aquel ruido lo detuvo y dejó en suspenso por un instante, e inmediatamente después lo descompuso y lo centrifugó. El padre Gaetano permaneció inmóvil donde estaba. Y detrás de él, a diez o quince metros, una mancha clara. O, mejor dicho, una masa. Creo que transcurrieron unos treinta segundos antes de que aquella masa tomase la forma de un hombre caído; los mismos que hicieron falta para que el padre Gaetano, que se había quedado inmóvil como una estatua mirando hacia el hotel, diera la vuelta y fuese hacia el caído. Le vi inclinarse y moverlo. El cocinero y yo nos levantamos al mismo tiempo y corrimos hacia allí. Llegamos en el momento en que el padre Gaetano, con una rodilla en el suelo y la mano derecha suspendida en el aire, decía: —Ego te absolvo in nomine Patris, et Filii et Spiritus Sancti. Nos miró y se incorporó. —Está muerto —dijo. Era el ex senador, presidente de aquel importante organismo estatal, que durante la cena había jugado a las citas con el padre Gaetano. Con la muerte, su cara había perdido la expresión zorruna y adquirido algo de frágil, como modelado en una frágil materia, y dolorosamente pensativo. Lo miré atentamente, a la luz vacilante de mi encendedor. Después miré al padre Gaetano y al cocinero. El cura permanecía impasible. Y el cocinero sudaba más que ante sus fogones. Todos los que escaparon regresaban ahora. Y mientras venían hacia nosotros mostraban impaciencia y cautela, la curiosidad de saber y ver y el miedo por lo que iban a ver y saber. Se preguntaban y, a medida que se acercaban a nosotros, nos preguntaban febrilmente: —¿Quién es? —Pero ¿qué ha pasado? —Pero ¿cómo? —¿Le han pegado un tiro? —¿Quién ha sido? Hasta que formaron un círculo compacto en torno a nosotros y junto al muerto. Me abrí paso a fuerza de codazos, seguido del cocinero. El padre Gaetano dijo: —Hay que llamar a la policía. Y recomendando que nadie tocara el cadáver, también salió del círculo, encaminándose con paso largo y firme hacia el hotel. Regresamos a nuestras sillas. Y, cosa extraña, recuperé mi ánimo de espectador: casi como si me hubiera dado cuenta de que el delito formaba parte de un happening, para hacer más movido y acorde con los tiempos aquel increíble Rosario. Pero el cocinero se mostraba muy inquieto. —Menos mal —me dijo con voz temblorosa— que estaba sentado a su lado. —¿Por qué? ¿Cree usted que habrían sospechado de nosotros? —Nunca se sabe... Algún sospechoso tienen que encontrar, y no lo buscarán entre ésos... ¿A usted le parece posible que resulten sospechosos de haber asesinado a un hermano, y para colmo mientras rezaban el Rosario? —Pero no puede haber sido más que uno de ellos. —Esto lo decimos usted y yo; pero la policía sólo comenzará a pensar en uno de ellos después de haber comprobado que los camareros, los pinches, los campesinos de la comarca, usted y yo, no teníamos la más mínima razón para eliminar a ese caballero... Comprobado, digo, y verá usted cómo... Quizá tengan más consideraciones con usted. —Entre otras cosas —bromeé— porque nunca he expresado la intención de envenenarlos. —No me haga usted pensar en eso... Usted está bromeando, pero si eso llega a oídos de la policía, ya no me suelta. Yo sé cómo las gasta... —¿Ha tenido problemas con la policía? —Sí, pero no por algo que yo hiciera, sino por algo que me hicieron a mí. Por víctima. Me robó la cartera un desconocido a quien había dejado subir al coche. Presenté una denuncia. Y ¿sabe usted qué pensaron? —Simulación de delito. —Exactamente. Me interrogaron durante doce horas. Casado, sí; fulana, no; juego, nunca he jugado, ni a la lotería, ni siquiera a la lotería; deudas, ni una lira; cuánto llevaba en la cartera, unas cien mil liras, exactamente no lo sé; imposible, pues no le quepa la menor duda... Y dale que dale sobre este punto hasta que, desesperado, le dije al sargento: «Dígame usted cuánto lleva en la cartera, exactamente». Se lo pensó un poco, porque no se esperaba la pregunta, y después, seco, me responde: «Treinta y siete mil quinientas liras». Y yo, ingenuamente: «Veámoslo». Ojalá me hubiera callado, porque se organizó un follón de mil demonios. Después llamaron a mi esposa, y le metieron la duda de si yo mantenía a otra mujer. En fin, que pasé un mal rato. Y eso que era la víctima. Imagine usted si llegan a saber que dije esas palabras... Pero el padre Gaetano me conoce, y no dirá nada; y si alguien se va de la lengua, estoy seguro de que me defenderá. —No faltaría más —dije, arrepentido de haber bromeado. El padre Gaetano salió del hotel. Se detuvo en la puerta, llamó la atención con unas palmadas y, en voz alta, dijo: —Todos aquí. Lentamente, todos se aproximaron. El padre Gaetano explicó: —Viene la policía... Me han recomendado que nadie toque el cadáver y que se permanezca lo más lejos posible de él. Y que nadie se vaya del hotel, claro, ni se acueste, porque lo harán bajar... Así que siéntense todos por aquí y traten de recordar lo que vieron u oyeron en el momento del disparo o poco antes. Cuanto más claras y breves sean sus respuestas, antes terminaremos... Repitió las palmadas, pero de cara al interior, donde se habían agrupado los camareros. —Traigan una sábana para cubrir al muerto, y enciendan todas las luces. Las luces se encendieron en tres tiempos, en un crescendo deslumbrante. En el extremo de la explanada, el muerto apareció, en escorzo desde mi punto de vista, más muerto. Un momento después dos camareros le echaron encima una sábana. La noche se pobló de espesas danzas de mosquitos, y de salamanquesas que trepaban por las paredes hacia las bombillas ahora encendidas. Sentí como la revelación de un horror hasta entonces invisible. Incluso el silencio que nos rodeó me pareció que era como aquel en el que se movían las salamanquesas. (Siempre he sentido aversión por las salamanquesas, y quienes defienden su utilidad en la naturaleza porque se alimentan de mosquitos nocivos para las plantas, deben reconocer que el desorden, si no en la existencia de las salamanquesas, está en la existencia de los mosquitos; y que habría un orden mejor en la naturaleza si no existieran los mosquitos nocivos y las salamanquesas que los devoran.) En un momento dado se alzó, un poco temblorosa en contraste con el arrogante significado de las palabras, la voz del ministro. —Padre Gaetano, ¿ha dicho usted a la policía que nosotros estamos aquí? —¿Qué quiere decir con eso de nosotros? —dijo el padre Gaetano, con voz tranquila y fría. —Nosotros... Todos nosotros, en suma... Yo, los amigos... El ministro se sintió repentinamente embarazado. —He dicho que está usted, sí —afirmó el padre Gaetano. Como si dijera: me he visto obligado a confesar que frecuento malas compañías. Me gustó mucho. Y también le gustó al cocinero, que me dio un codazo. El ministro se deshinchó. La platea —porque estaban dispuestos mirando hacía el muerto, como en una platea— permaneció en silencio. Luego el padre Gaetano prosiguió: —No quiero ni pensar que haya sido alguno de ustedes... Todos, inopinadamente, pensaron que había sido alguno de ellos. Excepto, claro está, el asesino. Se miraron unos a otros como si cada uno pudiera reconocer en el vecino al homicida. —Supongo —concluyó el padre Gaetano— que habrá disparado alguien desde el bosque, tal vez por juego. —¡Qué gran hijo de...! —susurró el cocinero, mientras de la platea se alzaba un coro de aprobación. No se había extinguido todavía cuando, ruidosamente, llegó la policía. —Bien, bien —dijo el comisario al primer vistazo. Todos nosotros a un lado y el muerto perfectamente aislado, como había recomendado. Se acercó al padre Gaetano y le estrechó la mano. —Querido comisario —saludó el padre Gaetano. —Vaya problema —contestó el comisario. Y se dirigió hacia el muerto seguido del padre Gaetano. Instintivamente, me levanté y fui tras ellos, y el cocinero conmigo. El comisario levantó la sábana, miró, suspiró y la dejó caer. —¿Quién es? —le preguntó al padre Gaetano. —El presidente de la Furas, el honorable Michelozzi... Fue elegido senador en las últimas elecciones, pero dimitió para asumir la presidencia de la Furas. Una excelente persona, culta, activa, honesta... —¿Y quién se permite dudarlo? —replicó el comisario, introduciendo en sus palabras un matiz de ironía, como si dijera: aunque quisiese, no podría. —Ya —asintió el padre Gaetano, reflejando aquel matiz como un espejo refleja un rayo de luz, y devolviéndolo al comisario con el sentido de: «No hay nada que hacer, querido amigo, es preciso que tú nos saques la verdad». —¿El personal del hotel? —preguntó el comisario. El cocinero me dio un codazo en el costado. —De confianza —respondió el padre Gaetano—. Todos de absoluta confianza. —¿Y la gente de los alrededores?... Quiero decir, algún campesino que esté molesto con usted, con el hotel... No sé... —Nadie está molesto conmigo —dijo el padre Gaetano, con un cierto resentimiento—. Y los campesinos, los pocos que quedan, sacan beneficios del hotel: nos venden como si fueran del gallinero, de su gallinero, los huevos que compran en la ciudad, los quesos, las verduras... La gente viene aquí, y cuando se va, tiene la ilusión de llevarse a casa las cosas buenas y sanas del campo. —Pero a veces, algún fanático... —Usted se refiere a las historias que circularon cuando englobé la ermita en el hotel... No, agua pasada. Los grandes beneficios hacen desaparecer los grandes principios, y los pequeños beneficios hacen desaparecer los pequeños fanatismos. —Pero alguna razón debe haber... Es decir, dejando al margen la razón, alguien ha de haber disparado. Porque lo que es disparar, se ha disparado, ¿no? Se volvió hacia mí y el cocinero, como esperando confirmación. —Parece que sí —dijo el padre Gaetano. —¿Quién? —Querido comisario, creo que esto corresponde a la policía descubrirlo. —Sí —dijo el comisario, con un suspiro de resignación—, corresponde a la policía, claro que corresponde a la policía... Sólo que la policía, cuando dispararon, no estaba aquí... —Y nosotros sí, quiere usted decir... Pero, créame, estamos en las mismas condiciones que la policía, que no estaba; al menos todos los que nos encontrábamos agrupados rezando el Rosario. El cocinero me dio otro codazo. —Excepto el asesino —dije yo. El padre Gaetano me miró según su costumbre, como si no me viera. Y con profundo estupor, como si mi respuesta le hubiese sumido en el dolor u ofrecido alguna esperanza. —¿Usted cree que el asesino ha sido uno de nosotros, uno de los que rezaban el Rosario conmigo? —dijo el padre Gaetano, poniendo especial énfasis en la palabra «conmigo». —Lo siento, pero creo que sí. —¿Y por qué? —¿Por qué tengo esta convicción? En primer lugar, porque, aficionado como soy a las armas de fuego, tengo, digamos, un cierto oído, y el disparo produjo un ruido opaco, amortiguado; como si el arma estuviese apoyada contra el blanco, contra el cuerpo. Y apostaría a que le han disparado por la espalda y a que la chaqueta, en el punto en que penetró la bala, está chamuscada... —No podemos comprobarlo en seguida; hay que esperar al juez y al médico —dijo el comisario. —¿Y en segundo lugar? —preguntó el padre Gaetano, con la condescendencia del examinador que ha decidido ya suspender al examinado. —En segundo lugar, pero esto es una deducción, pienso que si hubiera disparado alguien desde fuera, desde lejos, desde el bosque, habría habido más de un tiro: dos o tres, por la diversión de disparar contra la muchedumbre. —¿Y si a alguien, situado en la linde del bosque a la caza del conejo o de la liebre, se le hubiera disparado sin querer un tiro? —Este tipo de caza —expliqué— se practica al claro de luna, y no hay luna. Se hace con escopeta, y en cambio hemos oído un disparo de pistola. —El disparo de pistola lo habrá oído usted. Yo he oído un estampido que podía ser de pistola o de escopeta o de un tapón de champagne —precisó el padre Gaetano. —No lo han matado con un tapón de champagne —comentó el cocinero. Me sorprendió que el padre Gaetano no reaccionara a la ironía del cocinero. —Ya, ya... —se limitó a decir. Y desapareció. Llegó el juez e, inmediatamente después, el médico. Tuve la impresión de que ya me había encontrado antes con el juez, pero no conseguí recordar cuándo ni dónde. Era como cuando encontramos a alguien a quien conocimos gordo y está delgado, o delgado y está gordo. Pero el juez no era ni una cosa ni otra. Cuando se fijó en mí, después de practicar lo que en su jerga se llama el levantamiento del cadáver, noté que por su mente pasaba lo mismo que por la mía al advertir la fijeza de su mirada y el movimiento de su mano hacia la barbilla. Y cuando, en un momento dado, oyó que el cocinero pronunciaba mi nombre, mirándome como quien es el primero en dar con la solución de un problema sobre el cual el otro se demora, me dijo: —¿Te acuerdas? Primero B, año 1941... ¿O era el 42? —41... Sí, claro, me acuerdo: Schembri. —Scalambri —rectificó. —Ya, Scalambri... —Han pasado más de treinta años... Supongo que en otro lugar te habría reconocido inmediatamente, pero aquí... —Te sorprende encontrarme aquí. A mí también, la verdad... Me cogió familiarmente el brazo. —Cuéntame, cuéntame... Empecé a sentirme incómodo. Siempre he evitado cuidadosamente los encuentros con los antiguos compañeros de escuela o con las mujeres amadas en mi juventud. Es decir, el encuentro a distancia de años. Y ahora, a la incomodidad de haber encontrado a uno después de más de treinta años, debía sumar la del lugar en que me encontraba, la circunstancia, la función que mi viejo compañero asumía en ella, y la familiaridad con que me trataba. Haber pasado unos meses en la misma aula no significaba gran cosa respecto a las afinidades o a los afectos. Sólo dos compañeros tuvieron importancia en mis años de escuela: uno al cual he dejado de ver, y otro al que no he vuelto a encontrar. Los tres teníamos un bajo rendimiento escolar, pero leíamos muchos libros que no tenían nada que ver con la escuela, íbamos cada tarde al cine y nos confiábamos amores y desamores... Por lo que recordaba, Scalambri era, al contrario, de los buenos; de los buenos que no dejaban copiar la traducción del griego, o del italiano al latín (y esta última era la tarea que más odiábamos: nos parecía la más insensata de las vejaciones). No tenía nada que contarle, pero quería hablar con él del crimen. Apenas intenté hacerlo, se me hizo el escurridizo. Se mostraba despreocupado y distraído, bien porque el fingimiento fuera un hábito o regla profesional, bien porque, en realidad, su interés por el caso, por el problema, no conseguía alejarse del fastidio de haber sido llamado a aquella hora, a aquel ambiente de curas y de políticos que le imponía una cautela en las investigaciones, unos escrúpulos, una meticulosidad, que superaban incluso las suyas habituales (no se me ocurría otra cosa, a medida que conseguía recordar mejor cómo era en la escuela). En cualquier caso, la aparición del ministro consiguió interrumpir nuestra conversación. Scalambri le reconoció. Soltó mi brazo, y, a partir de aquel momento, me olvidó. El ministro estuvo extremadamente obsequioso. Y, no menos que él, mi antiguo compañero. —Señor juez —dijo el ministro, después de intercambiar los más sutiles cumplidos—, supongo que usted querría oír las impresiones de cada uno de nosotros, pues creo que sólo podemos referirle impresiones... Pero somos tantos, como puede usted ver... ¿No se podría, me permito preguntarle, dejarlo para mañana por la mañana, a la hora en que a usted más le convenga...? —Claro, claro... —asintió precipitadamente Scalambri. —Muchas gracias —dijo el ministro. Quedó un momento absorto, escrutando la cara de Scalambri como si fuera un mapa en el cual intentaba encontrar un nombre familiar, un pueblo conocido. Después suspiró prolongadamente, y acabado el suspiro exclamó: —¡Qué lío! —Yo no sé nada —dijo Scalambri, prudente—. A excepción, claro, de lo poco que me ha contado el comisario: la identidad de la víctima, el disparo de arma de fuego... —Un hombre de una corrección, de una rectitud moral, de una coherencia... —Ejemplares —completó Scalambri. —De veras ejemplares —apuntilló el ministro, como si sin su puntualización la ejemplaridad corriera el riesgo de caer en la trivialidad y en la ironía. —Precisamente por eso —observó Scalambri— el hecho ofrece todas las posibilidades de convertirse, como usted muy bien dice, en un lío... ¿Cómo podemos, no ya encontrar, sino imaginar un móvil? —Sí, tiene razón, parece imposible de encontrar o de imaginar... Me permito adelantar que no existe. —Siempre lo hay, señor ministro, siempre lo hay. Banal, insensato, invisible a los ojos de la normalidad, pero siempre hay un móvil. —Exacto —reconoció el ministro—, exacto, pero banal e insensato... Mi pobre y querido Michelozzi sólo puede haber sido víctima de la locura. Y el nombre le salió como un sollozo. —Un hombre insustituible —dijo Scalambri, pero sólo para demostrar al ministro que compartía su dolor. —Insustituible —repitió como un eco el ministro, y me recordó el eco lejanísimo del gato que en el Pinocho de Collodi repite siempre la última palabra del zorro—. Piense —prosiguió— que había dejado el escaño parlamentario para asumir la presidencia de la Furas. —Noble sacrificio —dijo Scalambri. Ya desde las primeras frases me parecía estar presenciando una comedia de Ionesco. Pero todo tiene un límite, y puesto que los dos se completaban hasta el punto de hacer pensar en una pareja sentada en un banco de Saint-Germain, ensimismada mientras en torno a ella transcurre la hora punta, me alejé discretamente. Encontré de nuevo al cocinero, aún preocupado. Le animé, le di las buenas noches, y me retiré a mi habitación, donde hasta las tres de la madrugada continué oyendo el alboroto, que de vez en cuando se adornaba con las voces impacientes de los policías. Me desperté a las nueve. Y al principio con la sensación de haber soñado lo ocurrido la noche anterior. Pero pronto tuve conciencia y confirmación de que no era así al abrir la ventana. En la explanada estaban los policías y sus vehículos gris verdoso, y donde había caído el senador Michelozzi se veía una siniestra silueta trazada con tiza y una mancha de un rojo terroso en el lugar y con la forma de los pulmones. No se veía a ninguno de los huéspedes del hotel. ¿Seguían como yo en sus habitaciones, o continuaban sus ejercicios? Cuando salí de la habitación, el silencio de los pasillos me hizo pensar en un convento; pero a medida que me acercaba al ascensor, oía un murmullo confuso y continuo, profundo, casi subterráneo. Estaban todos en el vestíbulo, como almacenados. En grupos que parecían fragmentos de un laberinto, por la continuidad tangencial que se establecía entre uno y otro, y a la postre, serpenteando entre todos. Era como un dibujo de Steinberg. Recorriendo los fragmentos, supe que el juez ya había comenzado los interrogatorios en el estudio del padre Gaetano. Había pedido que aparecieran en primer lugar los que estaban en la misma línea que el senador Michelozzi cuando éste cayó tras el disparo, pero nadie dio un paso. El juez expresó su reprobación con mesuradas palabras, y todos le daban la razón y reprobaban. ¿Cómo era posible que nadie recordara si tenía o no a su lado al pobre Michelozzi? Pero esta pregunta se la hacían también los que debieron de tenerlo junto a sí, de modo que o, en efecto, no se acordaban, o se burlaban; a excepción del que había disparado, que tenía todo tipo de razones para esconderse. El caso es que el juez había comenzado los interrogatorios por orden alfabético, y allí estaban esperando su llamada hasta los de la zeta, a los que, en el mejor de los casos, no les tocaría hasta muy avanzada la tarde. Scalambri había sido de los primeros de la clase, y probablemente había sido también de los primeros en las oposiciones a la judicatura, pero estaba claro que, como investigador, no era precisamente un águila. Debería haber comenzado por mí y por el cocinero, que estábamos fuera, y luego proceder a una reconstrucción del cuadrado, apelando a la memoria de cada uno. Al no hacerlo así, había creado, en cambio, un cierto pánico, y todos, lógicamente, procuraban escabullirse. Me acerqué a la puerta del estudio del padre Gaetano, custodiada por un policía que se creyó en el deber de advertirme: —Lo siento, pero debe esperar a que el señor juez le llame. Yo no llevaba intenciones de cruzar aquella puerta, pero el impedimento me las provocó. Saqué el cuaderno de apuntes y dibujé, a la manera de Steinberg, el cuadrado de los orantes, y en la parte inferior, escribí: «Hay que reconstruir el cuadrado». Y confié el mensaje al policía. —Se lo daré cuando me llame —prometió el policía. Le llamó a los pocos minutos. Y salieron los tres del estudio del padre Gaetano: Scalambri, el policía y el hombre que acababa de ser interrogado. Este se apresuró a sumergirse entre sus amigos, como huyendo de Scalambri, para camuflarse y desaparecer. El policía me señaló a Scalambri, pero éste ya se dirigía hacia mí agitando la hoja con el dibujo y diciendo: —Tienes que firmármelo. La demanda, casi a gritos, tuvo el efecto de hacer callar a todos. Se volvieron hacia Scalambri esperando, supongo, ver en su mano un talón, y recibieron la sorpresa de descubrir, en cambio, un dibujo. También yo estaba sorprendido, pero por otras razones. Demasiado acostumbrado, harto de que me pidan una firma —generalmente por parte de los camareros— en cada uno de los garabatos que —muchas veces esperando, y esperando a una mujer—, maquinalmente, por distraer mi impaciencia, hago en una servilleta de papel o en un periódico, la petición de Scalambri me pareció que rozaba el absurdo y la locura. Se me ocurrió responder lo que en cierta ocasión contestó Picasso a una chica que quería que le firmara un dibujo que acababa de regalarle: «No, querida, este dibujo no vale nada, pero mi firma vale un millón de francos». Me contuve y dije: —No, eso no es nada, no es una cosa mía; parece de Steinberg o de Flora. Te haré uno como Dios manda. La expresión divirtió a Scalambri. —¿Como Dios manda?... Veo que te adaptas al ambiente. Y añadió: —En serio, ¿me lo prometes? —Te lo prometo. —¿Hoy? —Hoy. Tranquilizado, pero guardándose por si acaso la hojita en el bolsillo, me preguntó: —¿Quieres decir que hay que disponer a esta gente como estaba anoche durante el rezo del Rosario? —Exactamente. —Tienes razón: interrogándoles uno a uno, no se les saca nada; ya he interrogado a seis o siete, y ni siquiera recuerdan sus nombres. Se volvió hacia el policía y le ordenó que buscara al comisario. Después dio unas palmadas para reclamar la atención de todos los huéspedes. Cuando lo consiguió dijo: —Señores, me he dado cuenta de que interrogarles uno a uno es completamente inútil; así que haré un intento para refrescar la memoria de algunos, con la esperanza de que los demás se sientan inducidos u obligados a recordar... Les ruego que salgan y se coloquen tal como estaban anoche, cuando comenzaron el rezo del Santo Rosario. Y pronunció la palabra «santo» de una manera tan ambigua que para ellos significaba: «Soy de los vuestros», mientras expresaba para mí todo su visceral desprecio por el Rosario y por quienes lo rezan. Hubo cierta agitación, algún intento de protesta indirecta que Scalambri fingió no oír. Pero el comisario, que entretanto había llegado, comenzó a ejecutar la orden con los policías, que se movían como perros pastores cuando deben hacer entrar al rebaño en el redil. Todos fuera, al fin, y todos alrededor del padre Gaetano, que había aparecido repentinamente. Igual que la noche anterior, sólo que el cambio de círculo en cuadrado sería menos espontáneo y más difícil. —Supongo —me dijo al oído Scalambri— que tú no estabas entre ellos. Y por consiguiente eres el único que puede ayudarme. —No soy el único; conmigo, sentado a mi lado, estaba el cocinero. —¡Tráiganme al cocinero! —gritó Scalambri. Lo trajeron. Estaba tan aterrorizado que me arrepentí de haberlo mencionado. Scalambri, sobre el peldaño de la entrada, parecía un director de orquesta en el podio. —Ustedes dos —nos dijo al cocinero y a mí—, en el lugar donde estaban anoche... padre Gaetano —con más suavidad—, procure ayudarme. ¿Quién estaba con usted en la primera fila, cuando comenzaron? —Su excelencia el ministro, seguramente; y seguramente el pobre senador Michelozzi. —Así que Michelozzi estaba en la primera fila: al menos, ya sabemos algo —dijo Scalambri—. Y ahora, intente recordar quién estaba también en la primera fila... ¿Cuántos había en la primera fila? —preguntó volviéndose hacia mí y el cocinero. —Siete u ocho —dije. —Siete u ocho —repitió el cocinero como un eco. —Siete u ocho —concluyó Scalambri. Y en tono implorante: —Padre Gaetano, excelencia, traten de recordar. —A ver, yo estaba a la derecha del padre Gaetano —dijo el ministro—, y a mi derecha estaba... ¿Quién estaba a mi derecha? —Yo —gritó uno, levantando la mano. —Muy bien. Tome usted nota, comisario: el profesor Del Popolo a la derecha de su excelencia... ¿Y a su derecha, profesor Del Popolo? —A mi derecha... Dios mío, ¿quién estaba a mi derecha? —Yo. —Tome nota: el diputado Frangipane estaba a la derecha del profesor Del Popolo... ¿Y a su derecha, diputado Frangipane? —A mi derecha, el ingeniero Lodovisi —respondió con seguridad el diputado. —Sí —dijo el ingeniero, dando un paso adelante con la mano en alto. —¿Y a su derecha, ingeniero Lodovisi? —A mi derecha, nadie —contestó el ingeniero, casi feliz. —A la izquierda del padre Gaetano —dijo Scalambri, con un suspiro que expresaba resignación hacia sí mismo, y pesar por el difunto que estaba a punto de nombrar— estaba, pues, el pobre senador Michelozzi, pero ¿quién se hallaba a la izquierda de Michelozzi? Se produjo un silencio terrible. Después se alzó una voz temblorosa y una mano titubeante. —Quizá... No lo sé... Me parece... —El abogado Voltrano —comprobó Scalambri. —Sí, pero... —dijo el abogado. —¿Estaba o no estaba? —Sí, estaba, pero... —¿Pero qué...? Scalambri se ponía duro y brusco. —Nada, bueno, sí... una impresión... —¿Qué impresión? —La impresión de no haberlo tenido siempre a mi lado. —¿Qué quiere decir? Scalambri, ahora, se puso feroz. El abogado Voltrano encontró, al parecer, la fuerza de la inocencia. —Quiero decir que tengo la impresión de no haberlo tenido siempre al lado. —¡Ah! —exclamó Scalambri, tan suspicaz como irónico. —Naturalmente —me oí decir, sin quererlo. Scalambri me fulminó con la mirada. De no haber sido por la pasada relación y por el dibujo que le había prometido, apuesto a que habría ordenado que me echaran. Se calmó y se limitó a preguntar: —¿Naturalmente qué? Me levanté, me acerqué a él y me lo llevé aparte. —Naturalmente, digo, porque las posibilidades, como siempre, son dos: o el abogado Voltrano ha eliminado a Michelozzi y, en el temor de que antes o después descubramos que estaba a su izquierda, se adelanta a fingir que tiene la duda de que alguien se metió entre él y Michelozzi; o el abogado es inocente, y está, por lo tanto, diciendo la verdad, en cuyo caso alguien consiguió desplazarse cautelosamente de la propia fila para encontrarse junto a Michelozzi, cuando llegaron a la zona más oscura... Encuentra otro, de otra fila, que tenga la misma duda que el abogado, o sea, no haber tenido al lado, en determinado momento, al vecino del principio, y darás con el asesino. Era tan sensato lo que yo le decía, que Scalambri se molestó. A la manera de un primero de la clase. —¿Tú eres —me dijo con una sonrisa de conmiseración— un lector de novelas policíacas o es que las escribes? —Las escribo y las publico con seudónimo —respondí con una seriedad que lo dejó perplejo. —En cualquier caso esto no es una novela —dijo volviendo a sus sospechosos. Pero, a partir de aquel momento, se movió por la línea que le había trazado. Toda la mañana transcurrió así: quién estaba a su derecha, quién a su izquierda; ¿tuvo siempre a su derecha y a su izquierda a las mismas personas? A excepción de cuatro, con el abogado Voltrano eran cinco, todos aseguraron que no se había producido ningún cambio, ninguna sustitución, a su derecha ni a su izquierda. Claro que no podían jurarlo sobre los Evangelios: el paso de la zona iluminada a la zona oscura, la intensa (decían) participación en el Rosario, el hecho de que no podían ni siquiera imaginar el delito entre ellos, y que se produjera precisamente en el momento de aquellas humildes y unánimes oraciones (encíclica Supremi Apostolatus de León XIII, citada por el ministro), que son un honorífico distintivo de la piedad cristiana; todo eso había hecho que su memoria registrase poquísimo o casi nada de lo que ahora pretendía el juez que recordasen. En cuanto a los cinco que tenían alguna duda sobre la permanencia a sus dos lados de las personas que con toda seguridad estaban con ellos cuando comenzó el rezo del Rosario, todos se hallaban en las condiciones del abogado Voltrano: fugaces impresiones y nada más. No sabían o no querían indicar quién, en determinado momento, se había encontrado a su lado en lugar del compañero con quien habían comenzado. Scalambri estaba furioso. Tal como le había sugerido, consiguió, al cabo de cuatro horas, reconstruir el cuadrado (que no resultó ya un cuadrado, sino un trapecio isósceles); había encontrado cinco personas que recordaban vagamente no haber tenido siempre junto a sí, a la derecha o a la izquierda, a la misma persona; pero la investigación seguía en el punto de partida, y no se vislumbraba la posibilidad de que se materializase al menos en un sospechoso cualquiera, aunque en el curso de la instrucción hubiera que soltarlo. Estaba tan furioso que, delante del ministro y del padre Gaetano, se puso a hacer sarcásticos comentarios sobre la fe y las prácticas piadosas de unos caballeros tan desmemoriados. El ministro se contenía, mordía el freno. Tranquilísimo, en cambio, el padre Gaetano no decía palabra. Sólo en la mesa, después de la oración y de la bendición, solicitado por Scalambri, que estaba a su izquierda (a la derecha seguía yo), comenzó a romper el hielo, pero evitando, con incomparable pericia, tratar del delito todas las veces que Scalambri intentó sacarlo a colación. En mi opinión, sabía cosas, o al menos las intuía. Y Scalambri opinaba lo mismo, de modo que cuando nos levantamos de la mesa me susurró al oído, con la rabia del mastín que no consigue morder la presa: —Si este cura hablase... —¿Qué hacemos, señor juez? —preguntó el comisario, aproximándose. —¿Y qué quiere hacer? —dijo Scalambri—. Seguir aquí, como huéspedes del hotel del padre Gaetano. Tanto si sacamos algo en claro como si no, no podemos hacer más que permanecer aquí, observando y espiando. —¿Puedo hablar? —preguntó el comisario, señalando con su mirada mi presencia. —Hable. —Yo los arrestaría a todos, padre Gaetano incluido. —A quién se lo dice, querido comisario, a quién se lo dice... —replicó con expresión soñadora. —Pienso —insistió el comisario— que todos están en la condición de aquel tipo que cuando le leyeron la sentencia condenatoria dijo: «Por tantos delitos que he cometido nunca me han condenado, y ahora me condenan por lo que no he hecho». ¿No le parece? —Claro que me parece, querido comisario, claro que me parece... La expresión de Scalambri pasó de soñadora a atontada y, dándose cuenta inmediatamente de ello, añadió: —¡Vaya bromas que gasta este vino...! A la cama, me voy a la cama. Y se alejó con un paso algo inseguro, dejándome con el comisario, que masculló, mirando cómo se iba Scalambri: —Y a usted también... También él, quería decir, debía ser arrestado, también él que se ponía a complicar las cosas, bebiendo más de lo debido, en una situación que exigía lucidez y presteza. Pero súbitamente se sintió preocupado por la familiaridad con que nos tratábamos Scalambri y yo, y quiso corregir y suavizar. —También a él, quiero decir, como a mí, me ha producido cierto efecto ese vino. También a mí... Ya sabe, donde hay curas hay buena bodega. —El padre Gaetano es un entendido —dije para pincharle—, un auténtico entendido. —No sólo de vinos, de todo. —¿También de crímenes? —De crímenes en general, no lo sé. Seguro que en el confesionario habrá visto cloacas llenas de ellos. Mire usted, me jugaría los... Bueno, estaría dispuesto a apostar cualquier cosa a que de este crimen algo ha entendido, algo sabe. —También yo estoy convencido de lo mismo. El comisario adoptó un tono inquisitivo. —¿Le conoce usted bien? —No creo que nadie le conozca bien. —Ya... —asintió melancólicamente. —Es un hombre extraordinario. —Extraordinario. —Terrible. —Terrible. —Muy inteligente. —Muy inteligente, sí; terrible, extraordinario... Pero mire: si lo tuviera en mis manos durante veinticuatro horas, y lo interrogara como hago yo, como yo sé hacer, el padre Gaetano vomitaría hasta el alma, si es que la tiene... Y no piense, ¡por favor!, en malos tratos, en torturas... Me limitaría a hacerle bajar del pedestal, a hacerle sentir que para mí está al mismo nivel que un ladronzuelo de gallinas, que el adicto al que pescan con sus tres gramos de heroína en el bolsillo... Cuando uno que se cree poderoso entra en una comisaría y oye que le mandan quitarse los cordones de los zapatos y el cinturón de los pantalones, se desmorona, querido amigo, se desmorona como no puede usted ni siquiera imaginar. —¿También el padre Gaetano? —También el padre Gaetano, y el papa, y el mismo Dios... Trate de imaginarse la escena: la comisaría, un despacho sórdido como el mío, aquel típico olor que Gadda hace sentir de manera tan inolvidable y que se mete por las narices cada vez que se habla de policía (hasta yo lo siento pese a los años de costumbre); detrás del escritorio el comisario que no se levanta, que no hace el menor gesto, ya no digo de cortesía, sino ni siquiera de saludo; el sargento de pie, que, con indiferencia o incluso con desprecio, dice: «Señor Montini, saqúese los cordones de los zapatos y el cinturón...». Sería el final, querido amigo, el final. —Me gusta más imaginar la escena con Dios que con el papa. —Imagínesela, imagínesela... Se alejó sonriendo, pero inmediatamente volvió atrás, preocupado. —Por favor, esto ha sido un desahogo que me he permitido con usted, en plan de confidencia, porque sé que usted piensa como yo. Con sonrisa de complicidad, y como en broma, le pregunté: —¿Y cómo pensamos nosotros dos? —Pensamos que ¡zas! Y movió la mano en semicírculo, como si segara o decapitara. De nuevo sonriente, se alejó. A decir verdad, llevaba años sin pensar que —¡zas!— había que segar, que decapitar; y jamás se me hubiera ocurrido que un pensamiento o deseo de dicha índole, apagado en mí, germinara con tanta lozanía, aunque encubierto en un comisario de policía. Pero eran muchas las cosas que había perdido de vista, los cambios y las novedades de los que no me había dado ni cuenta. Y no sólo yo: toda la gente que encontraba cada día se hallaba en idéntica condición. Ministros, diputados, profesores, artistas, financieros, industriales: lo que suele llamarse la clase dirigente. ¿Y qué dirigía, en realidad? Una telaraña en el vacío, la propia y frágil telaraña, aunque sus hilos fueran de oro. Meditando desoladamente en torno a la telaraña, el hilo de oro de que colgaba, y cómo una aproximación de ramas, un soplo de viento, podían fácilmente destrozarla (y me había detenido ante una telaraña que brillaba plateada, no dorada como la nuestra, entre las ramas de un avellano; separé una de las ramas a las que estaba prendida, la curvé hacia mí para soltarla después como una ballesta, y vi romperse los hilos de plata y las arañas ir de un lado a otro como locas), me había encaminado hacia el calvero donde los días anteriores tomaban el sol las mujeres. No estaban. Anduve otro centenar de metros y, de pronto, descubrí al padre Gaetano que, sentado en una piedra redonda, una muela de antiguo molino o almazara, me miraba fijamente, pero, como de costumbre, dándome la impresión de que no me veía. Me acerqué, y tuve la desagradable y molesta sensación de que no me veía, de que no quería verme. Pensé, pues, en revolverme, en ser con él desagradable y molesto. —¿Le ha revelado alguien en confesión que cometió el crimen o declaró en falso? —Siéntese —dijo el padre Gaetano, indicándome un lugar junto a él, en la muela. Desarmado, intenté resistir. Y recité: —«Nadie puede saber de quién es amado cuando, feliz, se sienta en la rueda». Pero me senté a su lado, sobre la piedra fresca, húmeda, como si transpirase. El silencio era intenso, y lo hacía aún más intenso y consistente un lejano horizonte de voces, motores y ladridos. «A ver quién rompe antes el silencio», me dije, porque el campo, aquel campo, me devolvía a la infancia y a los juegos, entre los que se contaban, en los momentos que descansábamos de los más movidos, el de no hablar, no reír o permanecer con los ojos cerrados. Sabía, sin embargo, que perdería. En efecto, al cabo de un rato pregunté: —¿Qué le parece la forma de llevar la investigación de mi amigo Scalambri? —Ah..., ¿es amigo suyo? —No, en absoluto, lo he dicho por decir. Fuimos compañeros en el instituto, y llevaba tantos años sin verle que ni siquiera sabía que había ingresado en la carrera judicial... ¿Cree que llegará a algún resultado? —¿Y usted? —¿Cómo quiere que llegue, pobre cristo, investigando dentro de una especie de congregación? —No diga pobre cristo, pobre cristo sólo hay uno, y es Cristo... Y se equivoca del todo si piensa que esto es una especie de congregación; es un nido de víboras. —¿Y están mordiéndose entre sí? —¿No se da cuenta? —No tengo la mirada tan ejercitada como para darme cuenta... En todo caso, no se están mordiendo en favor del pobre Scalambri. —Quién sabe... Bastaría, tal vez, con sacarlas del nido y ver cuál lleva menos mordiscos. —Y quien lleva menos es el culpable, supongo. —Suponga lo que quiera. —¿Y usted? —Yo ¿qué? —¿No hará usted nada para que Scalambri resuelva el problema? —El problema es de Scalambri. No es ni puede ser mío. —Pero la justicia, la culpa, la expiación... —No —dijo firmemente. Después, como sacando las palabras de una remota lejanía, en un estado de trance: —Mire usted, creer que Cristo quiso detener el mal es el error más antiguo y más extendido en el mundo cristiano. «Dios no existe, así que nada está permitido.» Nadie intentó jamás dar la vuelta a estas grandes palabras; a fin de cuentas, una operación pequeña, obvia y banal. «Dios existe, así que todo está permitido.» Nadie, digo, a excepción de Cristo. Y en su verdadera esencia, el cristianismo es esto: que todo está permitido. ¿Cree usted que serían posibles el crimen, el dolor, la muerte si Dios no existiera? —Así que el triunfo del mal... —Aquí no hablamos del mal, ni del triunfo del mal... Ya va siendo hora de liberarse de estas palabras, de las palabras... Sin embargo, sólo disponemos de palabras... Deberíamos entrar en lo inefable sin sentir la necesidad de expresarlo... Pero comprendo que usted no sabe qué hacer con lo inefable; así que descendamos... Descendamos, pues, a las antiguas acusaciones, a las antiguas defensas. A Tertuliano, por ejemplo, que tan desesperada como inútilmente intentó defender a los cristianos de la acusación de ser totalmente estériles en la vida pública: «También nosotros frecuentamos el foro, los mercados, los baños, los negocios, los almacenes, las posadas y cualquier comercio vuestro; con vosotros convivimos en el siglo...». Correctísimo; sólo que para nosotros el siglo, el mundo, es otra cosa muy distinta. Es el borde del abismo: dentro de nosotros, fuera de nosotros. El abismo que invoca el abismo. El terror que invoca el terror. Por eso vosotros, con razón, nos teméis; y se equivocaba Tertuliano al pediros que no nos temierais, al tranquilizaros, tenía razón al concluir que en la misma medida en que vosotros nos condenáis, Dios nos absuelve. —¿Quiénes somos nosotros? —Vosotros que veis el siglo, el mundo, regulado por las leyes; y las leyes por Dios, aunque le llaméis con otros nombres. —Y si descendemos aún más, ¿qué me dirá usted? Me dirá que este asesinato sucedido aquí, entre sus huéspedes, el hecho de que uno de ellos haya sido asesinado y que otro, el asesino, es muy poco probable que pague por ello, a usted no le importa nada... ¿Me dirá esto? —Podría decírselo, pero estoy sufriendo. —¿Por qué? —Porque hay una parte de mí todavía expuesta, al descubierto; todavía vulnerable, si lo prefiere. —Y me parece entender que no es la parte mejor. —Ya está usted volviendo a las palabras que deciden, a las palabras que dividen: mejor, peor; justo, injusto; blanco, negro. ¡Cuando todo no es más que una caída, una prolongada caída, como en los sueños...! La última palabra permaneció como suspendida en el aire, en los árboles, en mí mismo: de modo que cuando me encontré solo, sentado en aquella piedra redonda, entumecido, me pareció haber sido presa por un momento del sueño y haber soñado; tal vez durante más de un momento. Me levanté y me encaminé hacia el hotel. Ya antes de llegar a él, por unos ruidos y unas voces, comprendí que algo nuevo había sucedido. Había sucedido que el abogado Voltrano, volando, según parece, desde la ventana de su habitación en el octavo piso, había ido a estrellarse sobre un montón de ladrillos y tejas en la parte trasera del hotel, donde daban las cocinas. Al cocinero, que estaba dormitando en una tumbona, le había despertado el ruido: al principio no vio nada porque, tendido como estaba, no abarcaba toda la superficie del montón; luego, viendo que todavía se movía algún ladrillo, se adelantó y descubrió aquel cuerpo en pijama que, tendido de bruces, aún alentaba; dio tal grito que todos, hasta los que tenían su habitación en el otro lado, lo oyeron. Lo oyó también Scalambri, a través de la espesa niebla del sueño báquico, y ahora estaba allá, en la parte de la cocina, completamente despierto, furioso y vociferante. Pálido, con la barbilla temblorosa, el cocinero estaba rodeado de ayudantes y de pinches, uno de los cuales, de vez en cuando, le ofrecía un tazón de vino. El cocinero lo tomaba con ambas manos, pues con una sola no podía a causa del temblor, bebía un breve sorbo y lo devolvía. Cuando el comisario se dio cuenta, gritó que se lo estaban emborrachando, y que él lo necesitaba con la mente clara. A media voz el cocinero soltó algunas blasfemias contra la Virgen y contra los santos más familiares. —¡La mente clara! ¿Y por qué he de tener yo la mente clara? ¿Qué tengo que ver yo con todo eso? ¿Qué sé yo? Me ha despertado un ruido y he visto a uno que, en pijama, se removía sobre esos ladrillos como una lagartija cuando le han arreado una pedrada con una honda. Y eso es todo. Alargó la mano hacia el tazón e inmediatamente la retiró, sin dejar de blasfemar. —Y ni siquiera puedo beber un trago de vino. Se me acercó el joven cura melenudo. —Está trastornado, pobrecillo. Nunca le había oído blasfemar —dijo, como para justificar al cocinero y al hotel. Y añadió—: ¡Pobre abogado Voltrano! ¿Le conocía usted? —No. —Un hombre valioso: Santa Rota, anulaciones matrimoniales. Pero en los últimos tiempos se había dedicado a la política, a su manera, sin mostrarse mucho, pero con habilidad, con prestigio... ¡Pobrecillo! Cada año que venía nos pedía lo mismo: «Por favor, una habitación en el último piso». Y le contentábamos siempre. —También este año —observé. —Sí, también este año —y tuvo como un estremecimiento. —No sienta remordimientos por haberle contentado; igual habría muerto cayendo del séptimo o del sexto. O estando en el primer piso, sin necesidad de arrojarlo por la ventana. —Pero ¿usted cree que lo han asesinado? —¿Usted no? —¡Dios mío, otro! —Cuando se comienza una cosa, no hay más remedio que continuarla. —Pero el crimen... —Precisamente el crimen es de las cosas más difíciles de detener. —¿Cree usted que habrán otros? —No, aquí y ahora es posible que todo haya terminado. Quiero decir que no se puede detener hasta que no se han eliminado los errores, los incidentes y los defectos producidos al cometer el primero; y después, corrigiendo con otro crimen los que todavía, imponderablemente, siguen apareciendo; y así sucesivamente... Esto, claro, en los crímenes en que el autor lo ha calculado todo para conseguir la impunidad. Y puesto que no hay cálculo que no posea un margen en que los imponderables, el azar y, en fin, la suerte no desempeñen un papel fatal..., nos encontramos exactamente en este caso: si esta mañana el abogado Voltrano no hubiese manifestado la duda, la impresión de no haber tenido siempre al senador Michelozzi a su lado durante el rezo del Rosario, aún seguiría vivo. —Así que usted cree que es por lo que dijo esta mañana... —O por lo que no dijo. El comisario debía de llevar en los oídos unos tentáculos invisibles pues, pese a lo alejado que estaba, y lo muy ocupado que parecía en resolver el problema de cómo el abogado Voltrano pudo haber caído desde su ventana sobre un montón de ladrillos, existiendo por lo menos unos diez metros de distancia entre ambos lugares (un agente estaba en la ventana de la habitación de Voltrano, y descolgaba por ella una piedra atada a un cordel), recogió las dos últimas frases y me gritó: —Exactamente: ¡por lo que no dijo! Y ha sido arrojado desde la terraza, ¿lo ve?, no desde la ventana de su habitación. —¿Qué quiere usted decir? —preguntó el sacerdote. —Quiero decir, querido amigo, que el abogado Voltrano fue a la terraza por su propio pie porque tenía una cita con la persona que lo ha asesinado. —Comisario, por favor, guarde para usted, y para mí, cualquier deducción —intervino duramente Scalambri. —Discúlpeme, señor juez, le ruego que me disculpe, pero se ha producido una curiosa coincidencia... Su amigo estaba formulando una hipótesis en el mismo momento en que yo, que la había hecho por mi cuenta, me dedicaba a comprobar con exactitud... La física no es materia opinable. ¿Lo ve? Señaló al agente que desde la ventana sostenía la punta de la improvisada plomada que oscilaba a ün metro del suelo, y lejos del montón de ladrillos. —Usted ignora que mi amigo escribe novelas policíacas —explicó más tranquilo, y en tono de broma, Scalambri—. No es sólo el gran pintor que todos conocemos... Y a propósito, ¿qué hay del dibujo? Como dijo Horacio, promissio boni viri est obligatio... ¿O es Trilussa quien lo atribuye a Horacio para rimar con obligatio? —No me acuerdo. Tú sabes que de latín yo... —A mí, en cambio, me apasionaba. El juez suspiró melancólicamente por el destino que le había alejado de Cicerón y Lucrecio para llevarle a investigar dos crímenes misteriosos, entre gente poderosa y de mala fe. —Bueno... ¿qué hay del dibujo? —Esta noche o mañana lo tendrás. La verdad es que, tal como se han puesto las cosas, ni tú ni yo nos movemos de aquí. —Somos como una caravana empantanada. —Señor juez —interrumpió el comisario—, ¿quiere subir usted también a la terraza? Creo que sería oportuno un reconocimiento. —Claro, claro —dijo Scalambri. Y como dejándose llevar por una generosidad excepcional para él e inesperada para mí, añadió: —Ven tú también. En ascensor hasta el octavo piso, y después por una escalera encajada en un escotillón, salimos a la gran terraza de azulejos esmaltados, deslumbrante de sol. En un punto contiguo a la barandilla desde la cual, en precisa perpendicular, el abogado Voltrano había ido a estrellarse sobre el montón de ladrillos, quedaban manchas de sangre. —Perfecto —dijo el comisario, contento y satisfecho de sí mismo, frotándose incluso las manos—. Ahora tenemos que encontrar el objeto —dijo, mirando a su alrededor— con que ese hijo de puta le golpeó. —Yo creo —adelanté tímidamente— que el asesino se desprendió del objeto con que le golpeó inmediatamente después de haberle asestado el golpe, o los golpes. Apenas vio que el abogado se desplomaba. No podía conservar el objeto en la mano, mientras arrojaba al abogado por encima de la barandilla. —Pudo dejarlo en algún sitio, en la duda de que su víctima se recuperara, para utilizarlo de nuevo —objetó el comisario. —Exacto. Pero da igual que haya arrojado primero el objeto y después al abogado o viceversa. —En todo caso, usted afirma que se desprendió del objeto... Pues sí, seguro que no se lo habrá llevado a su habitación —dijo el comisario, que, pasando de la meditación a la acción, agregó—: Corro a buscarlo. —Búsquelo un poco más lejos de donde ha caído el abogado —le grité al irse, ya seguro de mí. Scalambri y yo seguimos en la terraza, golpeada por un sol que habría sido feroz sin el viento que remolineaba dulcemente (el agente que custodiaba la escalera estaba alejado y daba la impresión de dormir de pie, como los mulos). Mientras mirábamos abajo, esperando la aparición del comisario, Scalambri me dijo, con aire confiado y condescendiente: —Mira, a mí me importa muy poco, por no decir nada, cómo se ha producido este segundo asesinato, y si han golpeado a Voltrano con un ladrillo o con lo que sea. Me importa saber por qué han matado a Voltrano. Y lo sé. Han matado a Voltrano porque sabía quién era el asesino de Michelozzi y quería hacerle un chantaje. —Pero esto lo sabes a partir del momento en que se ha descubierto que el encuentro entre el asesino y su segunda víctima se produjo aquí, en la terraza. Si Voltrano hubiera sido agredido en su habitación, y arrojado desde la ventana, no tendrías esa certidumbre. —De acuerdo, de acuerdo, no tendría esa certidumbre. Pero desde esta mañana tengo la sospecha de que el abogado sabía algo más de lo que dijo, y que se proponía utilizarlo para hacer un chantaje al asesino. —Yo, por el contrario, esta mañana creí que era sincero, que no sabía más de lo que decía, que no se acordaba... —Te ha parecido sincero, confuso, casi mortificado por el hecho de no poder decir más, de no recordar mejor... Pero se trataba de un hombre que mentía hasta sobre lo que había comido en el almuerzo o sobre el horario de los trenes. Sistemáticamente. Y si dijo lo que dijo, engañándote incluso a ti, que no a mí, alguna finalidad tendría. ¿Y sabes lo que te digo? Muy probablemente no vio nada: se inventó esa impresión, fingió tener ese vago recuerdo, a partir de un cálculo improvisado sobre la marcha, ante la reconstrucción que estábamos haciendo... Hace un momento te dije que esta mañana tuve la sospecha de que el abogado sabía algo. Estaba equivocado: el abogado no sabía nada. Pero apenas se dio cuenta de que, estando a la izquierda de Michelozzi, podía haber notado algo, calculó que diciendo qué había tenido la impresión de que alguien se había metido entre él y Michelozzi, ese alguien, conociéndole, haría cualquier cosa para acallar su memoria, o sea, cualquier cosa para comprar con favores y dinero su silencio, como suelen hacer entre ellos... No llegó a calcular, sin embargo, que quien ya ha cometido un crimen, fácilmente, presa del pánico, puede cometer otro. —Parece que le conocías bien. —Muy bien, le conocía perfectamente. Me ha dado más disgustos él que todos ésos juntos. Astuto, pérfido y tenaz en sus proyectos más malignos... Un zorro que, finalmente, ha tropezado con un lobo. —Así que, en tu opinión —dije—, esta mañana, diciendo lo que decía, Voltrano lanzaba el anzuelo a ciegas, sin saber quién picaría. —Ahora casi estoy seguro de ello. —Esta mañana, en cambio, pensaste que él sabía quién correría a morder el cebo... Pero lo supiese o no, se podía tenerle el ojo encima, vigilarle discretamente... —¡Ese estúpido de comisario! Ya le dije que Voltrano no me convencía... En todo caso, este segundo crimen sólo de manera fortuita, por casualidad, puede llevarnos al culpable; el problema auténtico, aquel cuyos datos hay que descubrir para resolver los dos, es el primero. El móvil del segundo está claro: el chantaje. Pero es un móvil que no nos conduce al culpable. Si encontramos, en cambio, el móvil del primero, damos con el asesino... Pero el hecho es que, entre esa gente, pueden haber miles de móviles. Tantos, y tan graves, que es un milagro que no se muerdan y despedacen mutuamente, aquí, ante nosotros. —Problema insoluble, por tanto. —Yo no me atrevería a decirlo... Mira, Michelozzi tenía una particularidad que le diferenciaba de los demás. No cabía duda de que era un ladrón, una persona que, en otros tiempos, habría sido condenada mil veces por malversación, desfalco, corrupción y por todos los delitos que los legisladores han establecido y previsto en relación con la administración de fondos públicos; pero desde el punto de vista de la moral usual, de los hábitos que están hoy en boga, era considerado un hombre extremadamente honesto, sólo porque muy poco, o tal vez nada, de lo que robaba era para él. Todos éstos poseen casas, villas, fincas agrícolas modelo; tienen su participación en pequeñas, medianas y grandes industrias; llevan años trasladando dinero a Suiza, centenares, miles de millones. Michelozzi no; no poseía ni una casa ni un pedazo de tierra; vivía en residencias de monjas y de frailes; se dice que llegaba a repartir entre los pobres parte de su sueldo... Lo que no sé es cómo se las arreglaba para localizar a sus pobres... Lo que le diferenciaba de los demás era que ninguno de éstos podía amenazarle con revelar sus malversaciones y corrupciones por el simple hecho de que todos, digo todos, se habían aprovechado de los delitos cometidos por Michelozzi. El corrompido no puede provocar la caída del corruptor sin quedar sepultado bajo los mismos escombros. —Si no le podían amenazar... —Pero sí podían mover otras palancas, solicitar intervenciones influyentes... Por ejemplo, la del padre Gaetano. El padre Gaetano maneja y modela la conciencia de todos éstos como si fuera de cera. Y si el padre Gaetano hubiera dicho a Michelozzi que hiciera o dejara de hacer una determinada acción en favor del que se ha visto obligado, en cambio, a cometer dos homicidios... Bueno, me ha salido decir «en cambio»: en cambio de recurrir al padre Gaetano... ¿Es posible que antes de decidirse a una acción tan extrema, tan desesperada y tan peligrosa, el asesino no haya jugado la carta de recurrir al padre Gaetano...? ¡Ah, por fin pisamos tierra firme! El padre Gaetano lo sabe todo. Al fin he llegado a algo concreto. —De ahí no pasarás. —Sí, ya lo sé, pero debo intentarlo. Nos habíamos olvidado de lo que ocurría abajo, donde el comisario gritaba exultante: había encontrado, y la agitaba por encima de su cabeza, una cosa rojiza que formaba una corola en el centro de una servilleta blanca: el cuerpo del delito. Scalambri lo intentó. Durante cerca de tres horas. Acabó exhausto, vencido. Por lo que me contó, el padre Gaetano había eludido y desilusionado todas sus preguntas con continuas emanaciones de doctrina cristiana. —Como un gas —decía Scalambri—, como si hubiera abierto la llave del gas, y yo sentado allí, en espera de caer desvanecido... ¡Hipócrita, criminal...! Pero lo decía cansado, sin fuerzas ni para enfadarse. Sólo se animó cuando el comisario, poco antes de bajar al refectorio, le dijo que se había enterado de que hasta el momento en que fue asesinado Michelozzi, en el hotel habían estado cinco mujeres, que luego desaparecieron. —¿Y me lo dice ahora? —Tan pronto como lo he sabido se lo digo. —Debió haberlo sabido antes. Inmediatamente. Nada más llegar —insistió Scalambri. El comisario extendió los brazos y reclinó la cabeza sobre el hombro izquierdo, como el crucificado. —Carece de importancia —dije, en ayuda del comisario—. Estoy seguro de que no tienen nada que ver con los asesinatos; si desaparecieron, si fueron alejadas la misma noche sin que nos diéramos cuenta, sólo podemos deducir que el padre Gaetano se preocupó por el escándalo, el cariz de historia boccacciana que podía desprenderse. —Exacto —dijo Scalambri, sonriendo maliciosa y vengativamente—, exacto... Quedaba claro que pensaba utilizar el tema para convencer al padre Gaetano de que le dijera algo sobre el crimen; o simplemente para vengarse. Y no resistió al placer de adelantárselo en la mesa. Torpemente, porque al saber el padre Gaetano que Scalambri estaba enterado de lo de las mujeres y le amenazaba con un escándalo, tomó inmediatamente sus medidas y se mostró dispuesto al contraataque. Como por repentina y desinteresada curiosidad, Scalambri había comenzado preguntando: —Pero esto, ¿es un hotel o, no sé, una especie de monasterio, de convento? —Es un hotel que periódicamente se convierte, como dice usted, en una especie de monasterio. —Pero, digo, se administra como un hotel, ¿no? —¿Qué quiere decir con eso de que se administra como un hotel? El padre Gaetano ya estaba alerta y cauteloso. —Quiero decir: ¿está obligado a observar las mismas normas legales, el mismo reglamento de policía que observan los hoteles que no son administrados por entidades eclesiásticas o religiosas? —No lo sé —dijo el padre Gaetano. —Pero alguien lo sabrá, supongo. —Claro. —Hizo sonar la campanilla que tenía delante, y, en el silencio que inmediatamente se produjo, llamó—: Padre Cilestri... El requerido se levantó de su mesa. —No se mueva, quédese donde está —dijo el padre Gaetano—. Explíquele tan sólo al señor juez, que quiere saberlo, si estamos obligados a rellenar unas fichas de nuestros huéspedes y a enviar copias de ellas a la policía. Y bajando la voz y dirigiéndose a Scalambri, agregó: —Que es, imagino, lo que exactamente quiere usted saber. —Estamos obligados —contestó el padre Cilestri. —Gracias —dijo el padre Gaetano. Y a Scalambri: —Estamos obligados, pues... Ahora bien, dudo mucho de que el padre Cilestri lo haya hecho nunca. —¿Por qué? —¡Cómo que por qué! —protestó el ministro—. Pues porque, querido señor juez, aquí estamos siempre entre nosotros, como en una especie de monasterio, para darle su auténtico nombre. —Una especie de monasterio, pero no es un monasterio. —No lo es formalmente, pero sí de hecho. Nos recogemos aquí cada año, en tres o cuatro turnos, para meditar, para rezar... Al parecer, el ministro había olvidado los dos asesinatos. ¿Y quién tendría la indelicadeza de recordárselos? La tuvo el comisario, después de haber comprobado, mirando alrededor, que nadie estaba dispuesto, por aturdimiento o por miedo, al sacrificio. —Dos asesinatos, excelencia, dos. (Después me dijo: «A mí me da igual; dentro de dos meses me jubilo».) El ministro enrojeció de cólera, pero se contuvo. —Usted, señor comisario, puede tener su opinión; pero no tiene nada, ni una prueba, ni un indicio, que oponer a la mía: ninguno de los que estamos aquí, en esta sala, ha cometido esos crímenes. —Usted dice: ninguno de los presentes —intervino Scalambri. —Exacto, ninguno de los presentes. —De los presentes —insistió intencionadamente Scalambri. —De los presentes —remachó el ministro, pero con alguna vacilación, como sospechando una trampa. Y después, preocupado, se dirigió al padre Gaetano: —¿Acaso falta alguien? —Nadie —dijo el padre Gaetano, con inquebrantable firmeza. Y lanzó a Scalambri una mirada que, lentamente, como el objetivo de una cámara, se reducía, y, de apagada que parecía al principio, se convertía en aguda y rápida. El cambio de la mirada iba acompañado de un movimiento de la mano derecha, a semejanza de la zarpa de un gato entregado al juego de sacar y retraer las uñas. —Pues si no falta nadie —prosiguió el ministro— confirmo y suscribo mi opinión: el asesino no está entre nosotros. Como había alzado la voz y, a partir del momento en que el padre Gaetano había llamado al padre Cilestri, todos permanecían en silencio, atentos a lo que se decía en nuestra mesa, las palabras del ministro fueron saludadas con un coro de: «¡Bien, muy bien, bravo!», seguido de un frenético y prolongado aplauso. Cuando terminó, el ministro dijo: —Celebro observar que todos comparten mi opinión. Se levantó de la silla y describió, a modo de saludo, un cuarto de giro hacia la derecha y otro hacia la izquierda. —¿Tenía alguna duda de que alguien opinara de manera distinta? —preguntó burlón el padre Gaetano. Fue como si le hubiesen arrojado a la cara un cubo de agua fría. Al ministro le faltó la respiración. Gesticuló como si fuera a decir algo, pero no lo dijo. A su vez, el padre Gaetano pasó inmediatamente a hablar, para cambiar de tema, o, mejor dicho, para volver al que estaba entablado entre él y Scalambri. —Sí, mucho me temo que el padre Cilestri haya olvidado siempre el deber de pasar a la policía las fichas de nuestros huéspedes... ¿Es una infracción grave? —Para cualquier administrador de hotel, gravísima. —¿Quiere usted decir que yo no soy un administrador cualquiera de hotel? Muchas gracias. —Lo ha dicho su excelencia —aclaró Scalambri, señalando al ministro. —Pero yo lo decía así, como opinión personal, sin saber ni conocer, y, sobre todo, sin la más remota intención de inmiscuirme, de interferir... Por otra parte, yo no soy ministro del Interior ni de Justicia; por suerte para mí me ocupo de cosas muy diferentes. —No pretendía conseguir ninguna impunidad —concluyó el padre Gaetano—. Más bien, dejando a un lado la gravísima infracción en que hemos caído, en que he caído, quiero comunicarle, pero de manera confidencial y, espero que me crea, amistosa, los pensamientos que me han venido a la mente cuando usted ha hecho la primera pregunta ex abrupto. Se entiende que utilizo la expresión aludiendo maliciosamente al procedimiento que en otros tiempos recibía ese nombre... En otros tiempos... Diríase un convencional e inmerecido homenaje a nuestra época, cuando cualquier procedimiento, digamos de justicia, se ha desarrollado y se desarrolla ex abrupto, aunque sus plazos y sus modalidades aparezcan diluidos. Cuando usted, pues, ha formulado la primera pregunta sobre si esto es un hotel o una especie de monasterio (y creo que habría sido más exacto preguntar si es un hotel o la sede de una cofradía), yo me he dicho inmediatamente... Se tomó una pausa, como en espera de que Scalambri le otorgara permiso para continuar, y le concediera su amistad. —Siga, por favor —indicó Scalambri, con cierta inquietud. —Me he dicho: bien, estamos en la misma mesa, compartiendo el mismo pan y bebiendo el mismo vino, pero usted no olvida que es instructor y juez, de la misma manera que yo no olvido que soy sacerdote... ¡Qué terribles misiones las nuestras! Terribles y necesarias, y afirmaría que son terribles en la medida en que son necesarias, y necesarias en la medida en que son terribles... Somos los muertos que sepultamos a los otros muertos... ¡Dios mío! Se tomó la cabeza entre las manos, con los codos apoyados en la mesa, y tapándose los ojos como para ver en su interior tan terrible necesidad. Produjo cierto efecto. También sobre mí, debo admitirlo. Sólo el comisario siguió contemplándonos, a él y a nosotros, con ironía. Cuando el padre Gaetano regresó de su retiro, dejando caer las manos con las palmas hacia arriba, como para mostrar el estigma de la crucifixión de la que descendía, dijo: —Pero de la misma manera que me asusta ser sacerdote, aún más me asustaría ser juez... Las palabras de Cristo son tremendas: «No juzguéis, para que no seáis juzgados». No prohibe juzgar, pero pone esta acción en directa e inevitable relación con la de ser juzgado. «Echa primero la viga de tu ojo, y entonces mirarás en echar la paja del ojo de tu hermano.» Fíjense, la viga en el ojo del que juzga, la paja en el ojo del que es juzgado. ¿No habrá querido decir que sólo juzgan los peores, que sólo ellos eligen juzgar, que pueden juzgar basándose en sus culpas, a su culpa, pero sólo después de haberse confesado y liberado de ellas? Scalambri estaba en penosa atención y tensión, y para concederle una tregua, como el gato al ratón, el padre Gaetano comenzó a divagar. —La viga... Desde la primera vez que leí o escuché este pasaje, siempre pensé en Polifemo cegado por Ulises, en Polifemo que se quita del ojo la viga humeante... Y quién sabe si Jesús no oiría la aventura de Ulises en boca de un cantor trashumante, o de un mercader... Piense en lo poco que sabemos de la vida de Jesús, como si cada uno de nosotros encontrase testimonios de su propia vida a partir del momento en que yo fui ordenado sacerdote, usted ingresó en la carrera judicial, el comisario en la policía, el señor —señalándome a mí— hizo su primera exposición, y así sucesivamente. Y es cierto que en nuestra vida cuenta el hecho de que yo soy sacerdote, usted juez, el comisario comisario y el señor pintor; pero ¿y la infancia, la adolescencia, los lugares en que hemos vivido, las personas entre las cuales hemos pasado la infancia, la adolescencia, la juventud? ¿Y los libros que hemos leído, y los amores, y los desengaños? Prescindamos de la adolescencia y de la juventud, pero un hombre es lo que los diez primeros años de su vida han hecho de él, y nada sabremos de él si no sabemos de sus diez primeros años. Naturalmente, la vida de Jesús no tiene nada que ver con la nuestra: de él nos bastan los años fulgurantes, los años testimoniados; pero yo me he sentido siempre fascinado por sus años oscuros, que siempre me han inducido a la fantasía. Dirigiéndose especialmente a Scalambri, le preguntó: —¿Cómo fue su infancia? ¿Feliz, desgraciada? Espero por su bien que haya sido desgraciada, porque las infancias felices engendran tedio, tristeza y maldad... Y, de pronto, como rectificando y reconviniéndose, añadió: —No lo considere una pregunta y no me conteste. Es un vicio mío. Cuando una persona comienza a interesarme, ya me tiene usted haciéndole preguntas sobre su infancia... Pero aquí es usted quien debe hacer preguntas, no yo. Y yo estaba diciendo... Calló, como si esperara de nosotros, apuntadores en nuestras conchas, el punto en el que reanudar su discurso. Pero sabía muy bien cómo continuarlo. Y prosiguió: —Hablaba del juzgar; del inquirir y del juzgar. Y de que Cristo tal vez quiso afirmar que sólo los últimos serán, en este caso, los primeros... Pero, ¡por favor!, no interprete esta divagación mía como la más mínima alusión personal. Yo no sé nada de usted. Absolutamente nada —y lo dijo mirándole, como si, al contrario, lo supiese todo—. Y, por otra parte, los términos peores y mejores yo los pronuncio en sentido evangélico: precisamente de los primeros que serán los últimos, de los últimos que serán los primeros. Extendió la mano, lentamente, y la puso sobre la de Scalambri. La cara se le iluminó de benevolencia y de afecto. —No sé nada de usted —y se detuvo en la palabra «nada» hasta convertirla en un todo—, pero le aprecio. Cuando Scalambri se levantó de la mesa, parecía otro hombre. Se apoyó en mi brazo pesadamente, como inseguro. El comisario se acercó a preguntarle en voz baja: —Señor juez, ¿seguimos adelante con esa historia de las mujeres desaparecidas? Él, en un tono más alto de lo necesario, como para que le oyeran todos aquellos que en torno a nosotros, disimulando, revoloteaban incesantemente, respondió: —¿Para qué seguir? ¿No entiende que esas mujeres, en el supuesto de que existan, no tienen nada que ver con el crimen, y que si nos ponemos a seguirlas corremos el peligro de perder por completo el hilo? —¿Qué hilo? —preguntó con aire ingenuo el comisario, que se estaba divirtiendo. —Pues el hilo... —dijo confuso, y en voz baja, Scalambri—. El hilo del dinero, de los intereses, de sus negocios, de los chantajes. Éste es el único hilo posible. —Sólo que no lo tenemos —replicó el comisario. —No lo tenemos, de acuerdo... La voz de Scalambri vibró histéricamente. —De acuerdo, no lo tenemos, pero debemos buscarlo, hacernos con él... Ya he tomado las medidas oportunas, y unos colegas míos andan investigando por varios lugares. Yo no me duermo... Y me arrastró, dejando plantado al comisario. Me volví a mirarlo. El comisario estaba satisfecho y risueño, y me guiñó el ojo, como si dijera: «Qué mal está su amigo». Y, como para corroborarlo, Scalambri iba diciendo: —Vaya estúpido ese comisario... Quiere hacerme correr detrás de las mujeres, que quién sabe si estaban realmente. —Estaban. —¡Ah!, ¿estaban...? En cualquier caso, no tienen nada que ver... Mira, yo me he formado una opinión precisa de estos crímenes, y creo que ya te la expliqué hoy, cuando estábamos en la terraza. Tiendo, por ello, a eliminar toda la ganga, todos los hechos y todos los indicios que acabarían por desorientarnos, por confundirnos... El comisario, no sé si de buena fe, porque es un imbécil, o interesadamente, porque es un imbécil corrompido, quiere ponerme entre los pies la trampa de las mujeres, para hacerme tropezar y caer. Yo, en cambio, salto por encima y continúo. Caritativamente, no le recordé que poco antes de sentarnos a la mesa había sido él, y no el comisario, quien creyó importante la presencia y la desaparición de las mujeres. —Me parece, sin embargo, que el padre Gaetano está muy interesado en que no se hable de las mujeres, y en la medida en que está interesado... Imagina qué dirían los periódicos si se supiese que los ejercicios espirituales de cinco de estos poderosos personajes estaban amenizados con la compañía de sus amantes. —Aparte del hecho de que ningún periódico, ninguno, digo, hablaría de ello... ¿qué crees que sucedería? Unos pocos se indignarían, la mayoría se divertirían, y alguna de esas mujeres acabaría por hacer una película, tal vez una película titulada Ejercicios espirituales: ella desnuda y un centenar de caras hipócritas a su alrededor... A mí me sucedería, en cambio, lo siguiente: primero, mi jefe reclamaría para sí la investigación; segundo, me ascenderían; tercero, me trasladarían. Y estos dos asesinatos irían a parar para siempre a la carpeta de «obra de desconocidos». ¿Te parece que vale la pena? —Así que tú cuentas con resolverlos, con encontrar el culpable... —Eso espero, eso espero —replicó de mala gana, y pasando a la curiosidad, a la malicia, preguntó—: ¿Y cómo son esas mujeres? ¿Jóvenes? ¿Guapas? ¿Quién las trajo? —Nada feas, y más bien jóvenes. Del tipo que puede gustar a ésos: un poco llenas, un poco vistosas, un poco vulgares. Hay una clara diferenciación, para ellos, entre las mujeres con las que casarse y procrear y las mujeres con las que pecar: conviene que éstas emanen el sentido del pecado a primera vista, al primer olor... Pero no sabría decir a quiénes pertenecían las cinco que estaban aquí. —Quiero saberlo. Por lo menos quiero saber eso. —Puede servir dije ambiguamente. —No servirá, pero quiero saberlo. O me lo dice el padre Gaetano o los llamaré uno a uno. —Creo que si le prometes el silencio, el padre Gaetano te lo dirá. —También yo lo creo —dijo Scalambri. Me dio una palmada protectora en el hombro y se fue en busca del padre Gaetano. Al verme solo, el ministro se me acercó. Recibí en el hombro la segunda palmada protectora de la noche. —Querido amigo —me dijo a modo de saludo, pero moviendo la cabeza con aire desconsolado y desolado, como si me explicara: «Aquí estamos, enfrentados a las miserias humanas, a los crímenes, a los jueces, a los policías: incluso nosotros dos que no tenemos nada que ver, que somos igual y diversamente puros». Porque, en su concepción, la pura inutilidad del arte confería al artista una pureza semejante a la que le confería a él su vida cristiana, salvando siempre, claro está, la diversidad y la superioridad de la vida cristiana. Y yo dije lo que él expresaba con su gesto. —¡Terrible experiencia! Nunca hubiera sospechado, cuando tomé el camino de la ermita, que iba a meterme en esta especie de pesadilla. —¡Dígamelo usted a mí! Cómo me podía imaginar, yo que vengo aquí cada año como a un lugar de recreo, de elevación, que podía encontrarme con algo parecido... Dos crímenes, dos queridísimos y antiguos amigos míos asesinados en el curso de pocas horas. Y todos nosotros rozados por las sospechas del juez, de los periodistas, de la opinión pública... Pero ¿qué digo rozados? Me atrevería a decir que sospechosos. ¿Ha oído usted al comisario, en la mesa? El oficio, la deformación profesional, de acuerdo... Pero ¡por Dios!, un poco de consideración, un poco de tacto... Y no por lo que cada uno de nosotros es y por lo que cada uno de nosotros significa en la vida pública, ¡no faltaría más!, la ley es igual para todos... Pero sí por el lugar, por la razón que nos ha traído aquí: la meditación, la oración... Y llegando al punto donde quería llegar, el ministro agregó: —Yo espero que su amigo, el juez, no vea las cosas desde la misma perspectiva que el comisario, porque en este caso hay que hablar de perspectivas: perspectiva mental, perspectiva moral... —Es una esfinge. —¿Cómo? —Mi amigo, el juez, es una esfinge. No deja traslucir nada de sus opiniones acerca de los crímenes, de sus intenciones... Cuando le pregunto algo sobre ello, responde como un oráculo. —Todos los jueces son iguales: oráculos, oráculos... Pero, créame, no son oráculos porque sepan y no quieran decir; son oráculos por la manera en que siempre se ha ejercido el oficio de oráculo. —Sí, pero es posible que Scalambri sepa algo, haya dado con una pista. —¿Usted cree? —dijo el ministro, esforzándose por adoptar una expresión de irónica incredulidad. —Sí, me parece que ha conseguido algo: un indicio, una información... —Un indicio, una información... —repitió el ministro, abandonando de golpe la máscara de irónica incredulidad—. ¿Y qué puede ser ese indicio, esa información? —Sin conocer las víctimas, ni saber nada de su carácter, de sus actividades o sus intrigas, soy incapaz de descifrar los oráculos de Scalambri. —Por ejemplo... —insinuó el ministro, con la esperanza de que yo recordase. —Por ejemplo, hace unos minutos, hablando de los asesinatos, me ha dicho: «Nadie merece ser alabado por su bondad si no tiene la fuerza de ser malo». —Nadie merece ser alabado por su bondad si no tiene la fuerza de ser malo... ¿Ha dicho exactamente esto? —Exactamente. Y completé mentalmente la cita: «... cualquier otro tipo de bondad no es, la mayoría de las veces, mas que pereza o impotencia de la voluntad». —Parece una de esas máximas que hace años aparecían en los envoltorios de bombones... «Nadie merece ser alabado por su bondad si no tiene la fuerza de ser malo...» Pero en tanto que máxima, me parece más bien estúpida: quien tiene la fuerza de ser malo es malo. Y después de enmendarle la plana a Francois de La Rochefoucauld, el ministro se entregó a la tarea de buscar sentido a una máxima tan estúpida en relación con el caso que le preocupaba. —Quizá haya querido aludir al pobre Michelozzi, que era bueno por naturaleza... Pero ¿eso qué tiene que ver? Está claro que no le asesinaron por su bondad. Si bien todos dicen que era bueno, y también lo digo yo, porque estuve junto a él durante casi cincuenta años, su asesino quería terminar con el peligro que Michelozzi significaba para él: no hay otra explicación posible. —¿Así que usted ya no cree que lo asesinaron por casualidad? —¿Por casualidad? ¿Cómo podría creerlo, después del segundo asesinato? —Pero si usted excluye que el asesino ha sido uno de ustedes... —Aquí no estamos sólo nosotros. Creo que hay veinte o treinta personas que van y vienen por el hotel, y, además, son las que menos se notan. Por el hecho de estar donde deben estar y de hacer lo que deben hacer, resultan casi invisibles... Pensé en cuan fundado estaba el temor del cocinero. —Pero ¿qué motivo pueden tener para asesinar a Michelozzi, y después a Voltrano, un camarero, un pinche o una de esas ursulinas o hijas de María que ayudan a servir la mesa? —¿No ha oído usted hablar de asesinatos cometidos por encargo, de los sicarios? Las cosas, querido amigo, suelen ser menos complicadas de lo que parecen o de cómo nosotros las vemos. Me dio otra palmada en la espalda: de conmiseración esta vez. Y se fue hacia un grupo de los suyos, seguramente a comunicarles la máxima de La Rochefoucauld que yo, por diversión, había atribuido a Scalambri. Entré en el hotel exactamente cuando Scalambri salía del despacho del padre Gaetano. Estaba satisfecho, gozaba en su interior del secreto que el padre Gaetano debía haberle revelado. Estaba tan contento que pasó junto a mí sin verme. Yo me dirigí hacia el despacho del padre Gaetano, llamé y abrí la puerta. El padre Gaetano estaba ante su escritorio. Levantó la mirada de los papeles y dijo: —Adelante. Los ojos y los anteojos: porque al levantar la mirada, los anteojos, pinzados en la mitad de la nariz, no quedaban ya alineados con la mirada y parecían asumir otra menos fría e impasible. Curioso efecto, producido por la refracción de la luz de color que tenía al lado. Una lámpara con pantalla de pasta de vidrio, como las que a comienzos de siglo venían de Nancy o de Viena y que ahora se fabrican en todas partes, aunque evidentemente más feas. Veteada de verde, de amarillo y de azul, con un predominio del violeta, la luz se refractaba en los lentes de una manera móvil, como animándolos, mientras los ojos del padre Gaetano permanecían apagados. Quien lea este manuscrito o, si alguna vez se publica, este libro, se preguntará, al llegar a este punto, por qué no he hablado más de los anteojos del padre Gaetano. Bien, no he hablado más de ellos porque no es cierto que no me impresionaran la primera vez que vi cómo los sacaba. O tal vez entonces me impresionaron menos que después, al pensar en ellos o al volver a verlos, así es, sin duda; porque comencé a descubrir la inquietud que aquellos anteojos me habían provocado cuando, en mi habitación, me descubrí dibujándolos. Repetidas veces, en la misma hoja; hasta obtener un campo de anteojos en lugar de un campo de melones: grandes, pequeños, apenas esbozados, con cristales, sin cristales, y algunos de ellos mostrando detrás los ojos sin mirada del padre Gaetano. Un dibujo extraño, comparado con los que suelo hacer; y quien lo viese sin conocer estas páginas, podría pensar que sugerido por una lectura de Spinoza, que fabricaba anteojos de este tipo; o que tal vez me impresionaran los anteojos de don Antonio de Solís, en aquel retrato que adorna la portada de la edición del siglo XVII de su Historia de la conquista de México; o que había pensado en ilustrar los versos de aquel poeta árabe siciliano sobre las lentes. Y he aquí que, en este momento, mientras escribo, el hecho de recordar tales imágenes (imágenes propiamente dichas e imágenes verbales) me sorprende y duplica mi inquietud. ¿Cómo veo tan nítidamente a Spinoza en su taller de óptica, la penumbra de la tarde, las lentes como pequeñas lagunas en un paisaje de manuscritos, entre la selva de las palabras escritas (aquella caligrafía setecentista que parece agitada y atormentada por el viento)? ¿Cómo recuerdo tan claramente el retrato de don Antonio y los versos de Ibn Hamdis? ¿No habrá algo en las lentes, en los anteojos, que me suscita, remoto e impreciso, una sensación de estupor y a la vez de temor? ¿No tendrá algo que ver con la verdad y con el miedo de descubrirla? (Pienso también en un relato de Anna Maria Ortese, que precisamente se titula Un par de anteojos: una niña muy miope a quien dan por fin unos anteojos, y la miseria del callejón napolitano en que vive le salta repentinamente a la vista, y le provoca vértigos y vómitos.) Así que los anteojos del padre Gaetano; y la inquietud que me producían. ¿Era casualidad que los tuviera como los del diablo, o los había buscado adrede? Más de una vez había sentido la tentación de preguntárselo, pero siempre me había resistido. Resistí también aquella noche, sentado frente a él, con el escritorio entre los dos, por la manera que tuvo de invitarme y de tratarme. —Espero no molestarle —dije. —Nadie me molesta, nunca. Y después de un prolongado examen, pero fingiendo, como de costumbre, que no me veía, preguntó: —¿Tiene usted algún problema? ¿O tal vez quiera abandonarnos? —Creo que no puedo irme, y, además, tengo curiosidad por ver cómo terminará esto. —No terminará, y su curiosidad quedará insatisfecha... ¿Tiene algún problema? Quiero decir: ¿hay algo que quiera usted saber, o que desee confiarme? En este momento, todos los que están aquí quieren saber algo de mí, o bien desean confiarme algo. —Sí. Me gustaría preguntarle algo... —Bien, pregunte entonces. Y alzó los anteojos al nivel de los ojos. Ostensiblemente, no para verme mejor. —Esta noche, no sé en qué momento preciso, usted disparó una flecha; pero sí llegué a tiempo de verla vibrando, clavada en el costado de Scalambri. —Una imagen muy hermosa, muy literaria. Sonrió enigmáticamente, tal vez de satisfacción. —La flecha; el costado: realmente una hermosa imagen... Y no dudo de que usted la haya visto clavada en el costado de Scalambri, aún vibrante. Puedo llegar a admitir que también yo la he visto. Sólo que no la he disparado yo. —¿Qué quiere usted decir? ¿Que ha disparado tantas que ya no sabe cuál de ellas ha ido a dar en el blanco? No respondió. —¡Pobre Scalambri! —exclamé al cabo de un rato, sin saber cómo reanudar la conversación con el padre Gaetano, que esperaba que hablase o que me fuera. —Pobre... He aquí una palabra que siempre se utiliza de manera inoportuna. —No creo haberla utilizado de manera inoportuna, cristianamente hablando. Le he visto por un instante desnudo y herido; por lo tanto, pobre. Vestir al desnudo, visitar al enfermo... ¿O recuerdo mal? —Cristianamente hablando... Así que usted habla cristianamente. —Hago de abogado del diablo. —Interesante papel: lo asumí, precisamente, una vez. En un proceso de beatificación. Y también divertido... En cualquier caso, no recuerda usted mal: vestir al desnudo, visitar al enfermo... Pero hace cinco minutos, Scalambri estaba sentado donde se sienta usted, vestido de pies a cabeza y con excelente salud... Y estaba haciéndome un chantaje. —¿De veras? —dije, fingiendo incredulidad. —No finja que no lo sabe o, si no lo sabe, que no lo entiende. —Tiene usted razón. Pero ¿se trataba exactamente de un chantaje? —No exactamente. Sólo que, asegurándome su silencio sobre el asunto de las mujeres, pretendía que yo rompiese el mío, como una demostración de cortesía que responde a otra cortesía, si no de agradecimiento. —¿Y usted? —Me he mostrado agradecido. —Más que cortés, entonces. —Los cinco nombres habría podido conseguirlos de cualquiera de las personas que están aquí. Y le he dado, además, cinco historias. Su amigo estaba encantado. Como un perro al que finalmente se le echa un hueso con carne: gruñía de satisfacción, de gusto. —No es amigo mío. Si lo fuese, yo no podría compartir el desprecio de usted. —¡Ah! ¿Usted lo desprecia? Yo no. Lo mío no es desprecio. No experimento por su amigo (discúlpeme: por el señor juez) ningún sentimiento, de la misma manera que no siento nada por una rueda o un muelle de este reloj. Indicó el reloj que tenía sobre el escritorio. —Pero algo siente por el reloj. —Creo que no. A no ser que usted llame sentimiento el enfado de cuando quiero saber la hora y descubro que el reloj está parado. —Exactamente lo contrario de lo que le sucedería con Scalambri si, mirándole para comprobar que está parado, se diera cuenta, en cambio, de que anda. Que se mueve, quiero decir, hacia el culpable de los dos homicidios. —Usted está a punto de repetirme lo que me dijo ayer: que debería ayudar a Scalambri a resolver el problema. Pero el problema es de Scalambri, no es mío. —Profesionalmente es de Scalambri, sólo profesionalmente. Si aquí nos encontráramos en el aislamiento más absoluto, al margen de cualquier jurisdicción, ¿no cree que nos veríamos obligados a inventarnos entre nosotros la ley que Scalambri representa y a perseguir al culpable? —También es posible lo contrario: que todos pasáramos a ser, uno contra otro, culpables. Y, en realidad, lo que usted llama la invención de la ley, no es más que esto: convertirnos todos en culpables. Pero abandonemos este tema, que nos llevaría demasiado lejos... No estamos aislados, no nos hallamos al margen de cualquier jurisdicción: está su amigo Scalambri, dispone de toda la autoridad y de todos los medios para resolver el problema... Y esta vez no le pido disculpas por haber dicho que es su amigo... lo desprecie usted o no, está de su parte, sólo puede estar de su parte. —Sí, es cierto; sólo puedo estar de su parte. Usted, en cambio... —Yo no tengo por qué estar de parte de nadie. Espero que los hechos se consumen. —Es decir, que no se consumen del todo. —Desde su punto de vista, sí: que no se consumen del todo. Pero desde el mío... ¿Recuerda el Evangelio de Lucas? ¿Lo ha leído alguna vez...? «Fuego vine a traer a la tierra: ¿y qué quiere, si ya está encendido? Ahora de bautismo me es necesario ser bautizado: y ¡cómo me angustio hasta que sea cumplido!» —¿Qué bautismo espera? —El dolor, la muerte; no hay otro. —Pero para esperar ese bautismo, ¿qué necesidad hay de todo esto? ¿Qué necesidad tiene usted de hacer un hotel, de administrarlo, de hacer y de administrar tantas otras cosas? ¿Qué necesidad tienen sus amigos de gobernar, de mandar, con su bendición, cuando no recibiendo directamente sus órdenes? —Esta vez me corresponde a mí protestar. No son mis amigos. Pero son también el fuego que ya está encendido. Y por mucho que les desprecie, al mismo tiempo que los amo, «¿qué quiero, si ya está encendido?». —Por lo tanto, es necesario destruir. —No hay otro camino, no hay otra salida. Destruir, destruir... Nuestro mayor error, el mayor error que han cometido quienes han gobernado, o han creído gobernar, la Iglesia de Cristo, ha consistido en identificarse, en determinado momento, con un tipo de sociedad, con un tipo de orden. Es un error que perdura, aunque ya seamos muchos los que comenzamos a darnos cuenta de que es un error. De manera aproximada, con una frase, puedo decirle que el siglo XVIII nos hizo perder el juicio, pero el XX nos lo devolverá. ¿Qué digo? ¿Nos lo devolverá? Será finalmente la victoria, el triunfo. —El final. —Desde su punto de vista sí, el final... Pero será la época, o, al menos, el principio de la época más cristiana que el mundo pueda conocer... Todo contribuye, todo nos ayuda; incluso lo que consideraban adverso aquellos de nosotros que perdieron el juicio y todavía no lo han recuperado... Nos ayuda la ciencia, nos ayuda la saciedad; de la misma manera que siguen ayudándonos, claro, la ignorancia y el hambre... Imagínese, la ciencia... ¡La hemos combatido tanto! Y, en definitiva, tanto si investiga la célula, el átomo, el cielo estrellado; arranca alguno de sus secretos; divide, hace estallar, o envía al hombre a pasear por la luna: ¿qué hace la ciencia si no multiplicar el terror que sentía el filósofo Pascal ante el universo? —No me parece que el hombre actual sea presa de ese terror cósmico. Al contrario. —Está tan atareado en ensanchar las fronteras, como después de una guerra victoriosa, que todavía no lo advierte, pero ya se perciben las resquebrajaduras, y por ellas aparecerá el terror. Y el terror cósmico no será nada ante el terror que el hombre experimentará ante sí mismo y ante los demás... ¿Recuerda? «Y siempre lo contradigo, hasta que comprenda que es un monstruo incomprensible...» Puesto que actualmente Dios nos contradice como nunca lo había hecho... —... Nosotros escapamos de Dios. —No se huye de Dios; no es posible. El éxodo de Dios es una marcha hacia Dios. Lo dijo en un tono de desesperación, o así me lo pareció, pues, quitándose en aquel momento los anteojos y, como por cansancio, cerrando los ojos, su rostro adquirió una expresión de fragilidad y de lejanía que me hizo pensar, paradójicamente, en alguien que hubiese envejecido en la cárcel y recordara que una vez había intentado escapar de ella. Todavía con los ojos cerrados (como si leyera lo que yo pensaba o como si fuese yo el que leía lo que pensaba él), exclamó: —La evasión... Abrió los ojos y se inclinó hacia mí por encima del escritorio. —Se ha dicho que el racionalismo de Voltaire tiene un fondo teológico tan inconmensurable para el hombre como el de Pascal. Yo diría también que el candor de Candide equivale exactamente al terror de Pascal, o que incluso es lo mismo... Sólo que Candide encontraba finalmente un jardín propio que cultivar... »Il faut cultiver notre jardin»... ¡Imposible! Ha habido una gran y definitiva expropiación. Y tal vez se pueden hoy reescribir todos los libros que han sido escritos; en realidad, no se hace otra cosa, volviéndolos a abrir con llaves falsas, ganzúas y, si se me permite un doble sentido trivial pero pertinente, pies de cabra. Todos. A excepción de Candide. —Pero se puede leer. Hizo un gesto de indiferencia. —Léalo. —Y con gran vivacidad—: Es más, debe leerlo: para darse cuenta de que está solo y de que no tiene salida. —Añadió dulcemente—: Pero ¿por qué se empeña en reprimir dentro de sí todo lo que le lleva hacia nosotros? ¿Por qué quiere usted contradecirse? —Porque usted me contradice, porque me contradice su Dios. No soy un monstruo incomprensible. Me levanté. Por una vez, quería ser yo quien le abandonara a él. —Buenas noches —dije. No me contestó. Al salir del estudio del padre Gaetano, no tardé en llegar a mi habitación: el tiempo de atravesar el pasillo y el vestíbulo, de aguardar el ascensor, subir, recorrer casi dos lados del cuadrado que formaban los pasillos de cada piso, abrir la puerta, encender la luz y entrar. Repito mis movimientos como los recuerdo, y creo recordarlos con exactitud, pero es posible que, preocupado, pasara esperando el ascensor más tiempo del que calculo en el recuerdo, pues no hay otra manera de explicar que sobre la mesita de noche, sobresaliendo de las hojas del dibujo, apareciera un libro encuadernado en negro, con aquella encuademación que los franceses denominan jansenista. No llevaba ningún título en la portada ni en el lomo, pero supe, antes de abrirlo, que eran los Pensamientos de Pascal. Cómo había conseguido el padre Gaetano hacerlo llegar a mi habitación antes de que yo llegara a ella, sólo podía explicarse, repito, por una pérdida de tiempo inadvertida por mi parte. O porque lo hubiera hecho llevar antes, lo cual resultaba una explicación más inquietante aún. Lo abrí por la primera página, y después por donde estaba la cinta negra que servía de señal. La mirada recayó, como es natural, en la página de la derecha, que empezaba con el número 460, número del pensamiento y no de la página (y por un momento divagué en torno a la idea de los pensamientos numerados, y la posibilidad de que todos los pensamientos, de cada uno y de todos, escritos, dichos o sólo pensados, fueran enumeraciones y números engullidos, asimilados y calculados por una máquina inmensa e invisible). Leí el 460: «Puesto que su auténtica naturaleza se ha perdido, todo se convierte en su naturaleza; de la misma manera que, habiéndose perdido el auténtico bien, todo se convierte en su auténtico bien». Y después los otros, hasta el 477. ¿La cinta estaba en aquel punto por casualidad, o el padre Gaetano la había puesto allí para mí? No quise pensar en ello, ni seguir leyendo. Cerré el libro y lo dejé a un lado. Y comencé a dibujar. Puesto que era el dibujo para regalar a Scalambri, pensé en un desnudo femenino lo más obsceno y desagradable posible, para que Scalambri, conociéndole como creía conocerlo, se deshiciera de él vendiéndolo, y para que la cantidad que obtuviera, aumentara indefectiblemente el aprecio y la envidia que sentía por mí. Ahora bien, una vez decidido el tema o el objeto, dibujar es para mí un hecho tan automático que es como si las manos y los ojos se alejaran y apartaran de mí, yendo por su cuenta y aligerando mi mente como de un peso, de una escoria. Pensando en cualquier cosa menos en el dibujo, mis pensamientos, al dibujar, son más exactos y más lúcidos, es decir, mejor engarzados; y más nítida e incisiva la memoria. Y así, dibujando el desnudo para Scalambri, desarrollé una hipótesis que se me había ocurrido después del primer asesinato; la desarrollé, quiero decir, a la manera como el caballero Charles-Auguste Dupin desarrolla las suyas en los cuentos de Poe. Mientras la mano y los ojos vagaban sobre el papel, mi mente vagaba sobre el terreno situado ante el hotel, un semicírculo de unos cien metros que se adentraba en el bosque. Veía cada una de sus piedras, cada breña, cada árbol: como si los contemplara desde la ventana de mi habitación, en pleno día. Pero no quiero decir más. Dejé de dibujar cuando estimé que había resuelto el problema. El dibujo resultó muy elaborado, recargado y con alguna que otra indecisión; pero la solución del problema clara y casi evidente: muy parecida a la de La carta robada de Poe. Y dejando para el día siguiente su comprobación, me metí en la cama y me dormí casi inmediatamente. Al día siguiente, la primera persona a quien encontré fue el comisario. Estaba en el vestíbulo, sentado en una butaca, hojeando los periódicos. Con ironía alusiva me comunicó inmediatamente: —Ya tenemos el hilo. Me invitó con un gesto a sentarme junto a él. —¿Y cuál es ese hilo? —El que buscaba el juez. Pero ¿qué digo, el hilo? Miles de hilos, y todos enredados... Un montón así —dijo llevando su mano a la altura de la rodilla— de fotocopias de cheques. Todos con la firma de Michelozzi, sobre los fondos especiales o secretos de que disponía... El juez se va a volver loco. Y saboreó suavemente la idea de que Scalambri enloqueciera. —Pero ¿son cheques extendidos a favor de alguien que se encuentra aquí? —¿De alguien? De todos. No hay uno que no haya tenido su parte. —¿Entonces? —Entonces, de todos esos cheques pueden salir centenares de pequeños procesos por malversación, concusión y desfalco. O un solo gran proceso. Pero un proceso por homicidio, nunca. —Creo lo mismo que usted. —El juez, por el contrario, está convencido de que la clave del primer asesinato, y por tanto también la del segundo, la encontrará entre esos cheques... No es que su razonamiento sea malo, pero es tan difícil demostrarlo que es como si lo fuese... El juez razona así: Michelozzi no les daba dinero para que mantuvieran a sus amantes o corrieran a ingresarlo en Suiza; se lo daba para el Partido, para las corrientes del Partido, para las secciones, las clientelas, los clientes concretos; alguno, en cambio, se lo habría quedado para sí, todo, y no una parte más o menos grande, como es habitual; Michelozzi, sospechando o sabiendo, le habría amenazado... —Amenazado, ¿de qué? No podía denunciarlo. —Amenazado de no darle más. —Lo buscaría en otra parte. —Es lo que digo yo... Sin embargo, la hipótesis del juez tiene algo de interesante, siempre que la desviemos a otro terreno... Yo me pregunto: ¿y si Michelozzi se hubiera dado cuenta de que el dinero que daba a uno de ésos servía para financiar el desorden, el asesinato? O bien: ¿y si lo hubiese financiado conscientemente y ahora quisiera retirarse, abandonar un juego que había pasado a ser excesivamente peligroso? —La hipótesis resulta así más sensata, pero limitándonos a la primera pregunta, porque dicen que Michelozzi amaba al prójimo como a sí mismo. —Perdóneme usted, pero usted no sabe de lo que es capaz la gente de familia e Iglesia, la gente de misal en la mano, toda esa gente que dice amar al prójimo como a sí mismo... Dentro de dos meses, y no puede imaginarse lo largos que se me hacen, habré cumplido treinta años de servicio en la policía. Pues bien, le diré que los crímenes más feroces con que me he encontrado, los más racionales, los más difíciles de descubrir, así como también los más locos y los más fáciles, han sido cometidos por hombres y mujeres que tenían las rodillas así —modeló con las manos como una hogaza de pan— de apoyarse en los peldaños del coro y en el reclinatorio de los confesionarios... Y algunos, claro, por asuntos sexuales; pero en su mayoría, créame, por dinero, y casi siempre por dinero a heredar del pariente más próximo. Se levantó. —Voy a ver qué hilo ha sacado de la madeja el juez... ¿Le dejo los periódicos? —No, gracias. Voy a dar un paseo por el bosque. Y me fui; pero debo decir que para llevar a cabo la investigación que había proyectado la noche anterior. Nos encontramos todos en el refectorio, para el almuerzo. No diré que el padre Gaetano estuviera alegre, porque tal vez no lo había estado nunca en su vida, pero sí que tenía algo de divertido, como si hubiera preparado una broma para cada uno de nosotros, o para todos a la vez, y esperara que estallase. Scalambri estaba cansadísimo, con los ojos enrojecidos, y no tenía muchas ganas de hablar. Por la mañana, le había enviado el dibujo a su habitación. Me lo agradeció secamente; se veía que no le había gustado. El comisario lo contemplaba con una mirada entre burlona y compasiva, y a menudo se volvía hacia mí como para decirme: «Mire qué agotado está después de devanar esa madeja sin principio ni fin». El ministro parecía más bien sombrío: según supe después, entre los cheques de Michelozzi Scalambri había encontrado uno a su nombre, y le había pedido explicaciones. De peor humor aún estaba el otro comensal, presidente del banco contra el cual extendía Michelozzi los cheques, y a quien Scalambri había estado interrogando durante un par de horas, sin obtener otra cosa que el odio con que lo fulminaba el presidente. El padre Gaetano aprovechó las expresiones de gratitud de Scalambri por el dibujo para intervenir. —¿Qué representaba el dibujo que le ha regalado? —Un desnudo: un desnudo de mujer. —¡Ah! —exclamó el padre Gaetano, como si dijera: «¿Qué otra cosa podía ser?». —Un desnudo feo —dije, a título de justificación. —¡Ah! —repitió el padre Gaetano, esta vez como para decir: «Esto se pone algo mejor». —Pero muy bien dibujado —puntualizó, por pura cortesía, Scalambri. —Seguro... ¿Cómo quiere que a su edad, con su experiencia, con su valía, nuestro amigo no dibuje bien? Debe de dibujar muy bien, siempre, y dibuje lo que dibuje —dijo el padre Gaetano. Y dirigiéndose a mí, añadió: —Yo, y creo que ya me he excusado por ello, he visto muy pocas cosas suyas, y casi siempre en reproducciones. Pero por lo poco que he visto... Siento una curiosidad: ¿ha pintado o ha dibujado alguna vez algo relacionado con nuestra religión? ¿Un Cristo, una Virgen, un santo o, qué sé yo, una fiesta religiosa, una iglesia...? —Una Magdalena, hace algunos años. —Lógico, una Magdalena... ¿Y cómo la representó? —La representé... —No, espere; déjeme adivinar... La representó como una prostituta retirada: vieja, deformada, mísera y grotescamente maquillada. —Ha acertado usted... —admití malhumoradamente. —Estoy contento... Significa que algo de usted he entendido. Y como si, por haber respondido correctamente a su primera pregunta, pudiera proseguir el examen, dijo: —¿No le tentaría la idea de pintar aquí algo para nosotros, para nuestra capilla? ¿Un Cristo, por ejemplo? Y observe usted que estoy utilizando el verbo tentar. —No me tienta —respondí duramente. Pero al ver que el padre Gaetano quedaba satisfecho de mi dureza, como si se tratara de una reacción positiva, cambié de tono. —Después de Redon, después de Rouault... No, no me tienta. —Tiene usted razón —dijo el padre Gaetano. Pero sabiendo, supongo, que al darme la razón me había irritado, añadió: —Después de Redon, después de Rouault... Por no remontarnos a otros tiempos: a Grünewald, a Giovanni Bellini, a Antonello... Para mí, una de las imágenes de Cristo más inquietantes es la de Antonello, que me parece que actualmente se encuentra en el Museo de Piacenza. Aquella máscara de obtuso sufrimiento... ¡Terrible! Pero en nuestros tiempos, sí, no hay duda: Redon y Rouault... ¡Soberbio el Miserere de Rouault, de una pasión que no cierra sino que anuncia...! Quiero decir que cualquiera podría llegar a pensar que con Rouault se cierra la historia de la pasión que podríamos llamar cristológica de la humanidad, que sea la última voz de ella, el último respiro; y, al contrario, se abre de nuevo y se reafirma... ¡Pero Redon...! Bueno, Redon no es menos inquietante que Antonello, pero en otro sentido... Me refiero, claro está, al Cristo que aparece en la tercera serie de su Tentation... Sugiere de una manera intensísima y arrebatadora que sólo una revelación, una aparición, le permitió a Redon dibujar el rostro de Cristo tal como lo hizo. O sea, que Cristo tuvo realmente aquel rostro, y que sólo en una ocasión, a distancia de siglos, lo mostró a Redon... No a los apóstoles, ni a los evangelistas, porque, evidentemente, quiso que ellos olvidaran su rostro: a Redon... Las manos, a santa Teresa de Ávila; el rostro, a Redon. ¿Por qué...? Se lo pregunto a usted porque seguro que sabe de Redon más de lo que pueda saber yo. —No sé... Tal vez porque Redon se negó siempre a mirar todo lo que estaba desnudo. —¿Todo lo que estaba desnudo? —Decía: «Je ne regar de jamáis ce qui est nu». —Porque siempre iba más allá del desnudo, como los rayos X. Curiosamente, el Cristo de Redon siempre me había producido una impresión comparable con la que precisaba el padre Gaetano, pero objeté: —Lo que dice usted sólo se sustenta en un hecho bastante insignificante, que tal vez proceda más de la vanidad que de la inspiración mística: Redon, simplemente, quiso hacer un Cristo diferente. —Pero tan diferente, y de tal intensidad... En cualquier caso, ¿usted no quiere o no se siente capaz de intentar darnos su imagen de Cristo? —No me siento capaz, pero quiero. —Ah, quiere... Muy bien. Veremos. Y como si sólo entonces se diera cuenta de que los demás se aburrían, cambió de tema. —Le veo cansado, señor juez. —Pues sí —reconoció Scalambri, con un suspiro. —Y a usted descansado, señor comisario —dijo malignamente. —Claro —comentó con acritud Scalambri. —Sólo se me ocurre pensar que usted —le dijo a Scalambri— hace con disgusto lo que el comisario realiza con alegría, pero el comisario... —El comisario —interrumpió el propio comisario— dentro de dos meses se va, y esto explica su alegría. —¿Se va? —De la policía. Me jubilo. Y me voy al campo. —Dichoso usted —cumplimentó el ministro. —¿Porque se marcha de la policía? —preguntó al ministro el padre Gaetano, sonriendo irónicamente. —Claro que no. Jamás me permitiría decir algo semejante. Siento demasiado respeto, demasiada admiración, por nuestra policía... Es porque se va al campo. —Es una felicidad fácilmente asequible, sobre todo para usted y para el señor presidente... El presidente tuvo un pequeño sobresalto. —El comisario está obligado a esperar dos meses más; ustedes, en cambio, pueden hacerlo en seguida. El ministro y el presidente se pusieron todavía más tétricos de lo que ya estaban. Supongo que pensaron que el padre Gaetano estaba aludiendo a los cheques que Scalambri tenía consigo y que, tal vez, les obligarían a dimitir. Y es posible que el padre Gaetano quisiera realmente aludir a esto. Exclamaron a dúo: —¡Ojalá! —¿Es difícil dejarlo? ¿Les retienen a la fuerza? —preguntó, fingiendo candor y estupor, el padre Gaetano. —Dios mío, exactamente a la fuerza no —contestó el ministro—. Pero la verdad es que no resulta fácil abandonarlo. El presidente asintió repetidas veces. —Especialmente ahora —dijo ambiguamente el padre Gaetano. ¿Quería decir que les echarían inmediatamente o bien que no podrían irse sin haber rendido cuentas de sus negocios con Michelozzi? El hecho es que estaba aludiendo a ello. Y que se divertía. El ministro encontró las fuerzas suficientes para dar otro sentido a las palabras del padre Gaetano. —Tiene usted razón, especialmente ahora. Cuando las cosas van mal, abandonar sería una fuga, una deserción. —Una traición —precisó irónicamente el padre Gaetano. —Y puestos a ser exactos, hay que decir que las cosas van bastante mal —intervino el comisario. —No exageremos —dijo el ministro. —No exageremos —repitió el presidente. —No exageremos —concluyó Scalambri. —En fin, ¿van mal o no? —preguntó a los tres el padre Gaetano. —Depende de los puntos de vista —contestó el ministro. —Desde el punto de vista —dijo el comisario— de quien lleva las manos en sus propios bolsillos, van muy mal. Se produjo un silencio, como entre personas bien educadas que se descubren en compañía de un tipo mal educado. Después el presidente dijo: —El problema no está en llevar las manos en los bolsillos propios o en los bolsillos ajenos; el problema está... —... En que se pueda seguir practicando la habilidad de sacar todavía algo de los bolsillos ajenos —completé—. Es decir, de encontrar todavía algo en ellos. —¡El Estado no es un carterista! —protestó, con indignación, el ministro. —Claro, no es un carterista —confirmó, con una indignación más moderada, el presidente. —Por favor, señores... —dijo el padre Gaetano al ministro y al presidente—, espero que no van a darme el disgusto de decirme que el Estado sigue existiendo... A mis años, y con toda la confianza que he depositado en ustedes, resultaría una revelación insoportable. Tan tranquilo como estaba pensando que ya no existía... El ministro y el presidente decidieron instantáneamente, después de intercambiar una rápida mirada, tomárselo como una broma. Y rieron. Seguían riendo cuando nos levantamos de la mesa. Regresé al hotel avanzada la tarde, y me fui directamente a mi habitación, porque se me había ocurrido una idea para el Cristo que había prometido al padre Gaetano. No prometido, exactamente; pero ahora ya me sentía obligado a considerarlo como una promesa que debía mantener. Dibujé durante un par de horas. Mi mano apenas estaba algo más nerviosa que de costumbre; pero se deslizaba con toda seguridad sobre el papel, sin que se escapara ni el menor trazo, ni siquiera de manera imperceptible. Percibía una rapidez insólita y casi rítmica, como dictada por un lejano y secreto tempo musical. Un tempo que no quería convertirse en tema o frase, pero que se mezclaba y contentaba en los signos que corrían sobre el papel, en los pensamientos y en las imágenes que, más febrilmente aún, corrían por mi mente. Y los pensamientos y las imágenes no se referían, como solía ocurrirme al dibujar, a cosas ajenas a lo que iba trazando y sombreando crudamente sobre el papel (no se entienda por sombrear lo que se entiende en las escuelas de dibujo, si es que todavía quedan). En cierto momento oí surgir y alzarse, en el hotel hasta entonces silencioso, como una espiral que desde el vestíbulo subiese de un piso a otro, torciendo por los pasillos; un rumor agitado, un batir de puertas, unas pisadas. Pero no me moví hasta que el ruido comenzó a confluir y a estancarse en la planta baja, en el vestíbulo: un zumbido constante y creciente. El vestíbulo estaba tan atestado de gente como la mañana posterior al primer asesinato. Vociferando todos histéricamente, se preguntaban unos a otros: —¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Cómo? Alguien había encontrado muerto al padre Gaetano, pero no se sabía si en su habitación, en su despacho, en la capilla o en el bosque. Finalmente, desde fuera, alguien gritó: —En el bosque, en el viejo molino. Y la manada salió a la explanada, se dispersó y se concentró de nuevo, como metida en un embudo, por el sendero que conducía al viejo molino. Yo les acompañé: era el último en cerrar esa columna más bien grotesca de hombres de edad madura que intentaban correr, jadeando y tropezando, por el sendero. Y oía cómo los que me precedían se preguntaban, con la respiración entrecortada, si el padre Gaetano había sido asesinado o si había fallecido de muerte natural. Como si la muerte, y el padre Gaetano debiera habérselo enseñado, no fuera siempre, y en cualquier circunstancia, natural. Había sido asesinado. En el viejo molino, del cual sólo quedaba la muela de piedra. Y la muela, de la que había resbalado, le servía ahora de respaldo. No me produjo una fuerte impresión verle muerto. La muerte, que confiere solemnidad aun a los imbéciles, había sustraído parte de la suya al padre Gaetano. Estaba alterado y como desarticulado. Las piernas, abiertas casi en ángulo recto, tiraban de la sotana, que, al resbalar, se había subido, dejando al descubierto los calcetines blancos, de lana gruesa. Aquellos calcetines atraían las miradas, porque contrastaban con el negro de los zapatos y de la sotana, y porque eran de riguroso invierno y nos encontrábamos en pleno verano. Alejándose de los calcetines, la mirada, al menos la mía, se detenía a continuación en los anteojos que, del cordoncillo prendido al pecho, se habían deslizado sobre una raíz, en la que mostraban una curiosa angulación respecto a un rayo de luz que, a través de las hojas, caía sobre ellos. Parecía un detalle de un cuadro menor de la escuela de Caravaggio. Y digo menor porque todo, tanto en el padre Gaetano muerto como en torno a él, era menor; quiero decir disminuido, reducido, sumiso, respecto a cómo era en vida. A poca distancia de su mano izquierda había un revólver. Tan cerca de la mano que alguien que estaba a mi lado preguntó si se había suicidado. —¿A usted le parece posible? —contesté. —Estamos todos tan nerviosos —replicó el otro, picado. Que un devoto suyo se permitiera equipararlo con los demás, me pareció que confirmaba mi impresión de que la muerte, al menos en aquel momento, en aquel escenario, había degradado al padre Gaetano. Nos habíamos detenido todos, en semicírculo, a unos diez metros del cadáver del padre Gaetano y de Scalambri y del comisario, que estaban junto a él y lo miraban fijamente, como si esperaran una señal de vida, un despertar. Recorrí aquel espacio y me acerqué a Scalambri. Con un guiño de satisfecha derrota, como si acabase de realizarse una previsión suya, pero en perjuicio propio, sólo para aumentar su responsabilidad y su fatiga, me dijo: —Omnia bona trina. Su latín. Y de pronto le asaltó la preocupación de que la frase pudiera sonar como auténtica y real satisfacción, sin aquel sentimiento de autocompasión que la había provocado. —Quiero decir que nos encontramos con un bonito lío. Pero hasta la palabra «bonito» le sonó a equivocación. —Un lío gordo, un lío tremendo. Y miró de nuevo al muerto. —Lo que me intriga... —dijo el comisario, como hablando para sus adentros y con la mirada absorta en el revólver. Dejó la frase en suspenso. —¿Qué es lo que le intriga? —preguntó Scalambri al borde de estallar; como si dijera que todo lo que pensaba el comisario, sus hipótesis, sus deducciones, sus dudas, no le aportaba la menor ayuda, sino al contrario, nuevos problemas. —El revólver —dijo al comisario. —¿Qué le pasa al revólver? —preguntó Scalambri, con el mismo tono de impaciencia. —Al revólver, nada. Pero el hecho de que lo hayamos encontrado, de que nos lo hayan hecho encontrar, significa algo. Algo que me da qué pensar. —¿Y le parece oportuno decirlo coram populo? —En realidad, yo no lo había dicho. Me he limitado a contestar a su pregunta. En lugar de discutir, porque no podía, Scalambri tomó una decisión que pareció repentina, y tal vez no lo era. Dirigiéndose a los que en su latín había llamado pueblo, dijo: —Por favor, señores, vuelvan al hotel. Y dispónganse a abandonarlo esta misma tarde. Se levantó un rumor de protesta. —Es una medida que se impone: por la seguridad de ustedes y por mi propia responsabilidad... —Muy bien —dijo el ministro—. Tal vez debía haberse adoptado un poco antes. Scalambri pasó por alto la reprimenda. Pero con mas firme y airada autoridad que nunca, insistió: —Esta misma tarde el hotel debe quedar vacío. No ha de quedar en él ni el gato. —No tenemos gato —dijo el padre Cilestri, separándose de los demás y yendo hacia Scalambri—, siempre hemos utilizado raticidas... No estaba claro si pretendía poner nervioso a Scalambri o si se sentía tan dolorosamente confundido que había tomado al pie de la letra la expresión del juez. —Y yo..., y los demás sacerdotes que están conmigo... —Todos —replicó Scalambri—, todos... Clausuro el hotel, padre, lo clausuro y lo hago sellar... Y suavizando un poco el tono, añadió: —Por favor, señores, vayan a preparar el equipaje. Aquí tenemos trabajo. Se fueron, con el ministro a la cabeza. Lo que se dice trabajar, trabajaba únicamente el fotógrafo. Después llegó el forense. Y, finalmente, dos tipos con una camilla de lona, en la que depositaron al padre Gaetano, y se lo llevaron. Los anteojos colgaban de la camilla, y se balanceaban al compás del paso de los camilleros. Los seguí hasta la ambulancia, que estaba frente al hotel. Después subí a mi habitación, a prepararme para la marcha. Sólo tenía que cerrar las maletas. Por un momento dudé entre llevarme o dejar el libro que el padre Gaetano me había hecho llegar la noche anterior. Acabé por dejarlo junto al Cristo que había dibujado. Aún no había oscurecido, pero el hotel, completamente iluminado, producía sobre la explanada la precisa impresión de que aquella luz llamaba a la noche para que nos envolviera a todos. Algunos automóviles ya se iban. Scalambri y el comisario presenciaban el éxodo. Me acerqué a ellos. —Te has dado prisa —observó Scalambri, mirando mis maletas. —Es natural, no ve la hora de abandonar este infierno —dijo el comisario. —De continuar aquí —sentenció Scalambri—, esto habría terminado como aquella novela de Agatha Christie: todos muertos, uno junto al otro. Y tendríamos que resucitar a uno para encontrar el culpable. —Nunca encontraremos al culpable, nunca lo encontraremos —dijo melancólicamente el comisario. —¿Y qué hay del revólver? —pregunté—. Me parece que usted avanzó una reflexión sobre el revólver... Y creo que coincide con la mía. —¿Cuál es tu reflexión? —preguntó Scalambri, en tono condescendiente. —Simplemente la siguiente: ¿por qué, desaparecido en el primer asesinato, permiten que lo encontremos junto al cadáver del padre Gaetano? —Exacto —dijo el comisario—. Es lo mismo que he pensado yo. —¿Y si —aventuré— el asesino del padre Gaetano fuera otro, otro que sabía dónde estaba oculto el revólver o que lo hubiese encontrado por casualidad? —¡Dios mío! —exclamó Scalambri—. ¿Qué necesidad tenemos de complicar las cosas cuando por sí solas ya son bastante complicadas...? El revólver estaba oculto, y bien oculto, donde lo había escondido el que disparó contra Michelozzi. Ninguna otra persona podía saberlo, ni descubrirlo, por casualidad o por deducción. Si el comisario está de acuerdo contigo, y admite la posibilidad de que alguien podía encontrarlo, que reconozca la propia incapacidad y dimita ahora mismo, porque era obligación suya encontrarlo, y durante dos días lo ha buscado con registros en las habitaciones, en los equipajes, inspeccionando cualquier escondite y escudriñando el terreno palmo a palmo. Y apuntando el índice sobre el comisario, añadió: —¿Cree usted que alguien encontró el revólver, que el asesino del padre Gaetano no es la misma persona que mató a Michelozzi? —Yo no creo nada... Sólo que no acabo de explicarme la razón por la cual el revólver ha sido abandonado allí, junto al padre Gaetano... —Porque ya no hacía falta. Puede ser una explicación, ¿no? —Puede serlo —admitió el comisario, pero sólo para cortar el diálogo. —Si puede serlo, ¿por qué nos empeñamos en buscar otras más complicadas y que no hacen más que complicar? —Y dirigiéndose a mí, añadió—: Piensa un poco. En el momento en que eliminaron al padre Gaetano, casi todos estaban en sus habitaciones. El casi nos excluye sólo a mí, a ti, al comisario, a los agentes, al cocinero, al personal de servicio, y al propio padre Gaetano. Sea como sea, todos los sospechosos estaban metidos en el hotel, cada uno en su propia habitación. Eso, por lo menos, me juran y perjuran... El agente que estaba de guardia entre la escalera y el ascensor afirma que no salió nadie, y que no vio regresar a nadie a quien no hubiera visto salir. Lo mismo asegura el que estaba de guardia en la escalera de servicio. Y el comisario, que estaba aquí, echando la siesta en una tumbona, lo confirma: nadie salió, nadie entró... ¿Entonces? Scalambri no obtuvo ninguna respuesta de nosotros, y se la dio a sí mismo, cort satisfacción. —Entonces yo le doy una explicación bastante sencilla, bastante sensata: uno de los tres, dos de los tres, los tres, se han alejado durante un momento o, más probablemente, se han dormido. —Yo no —replicó el comisario. —De acuerdo... Usted no se ha dormido. De acuerdo. Y tampoco el agente que estaba entre el ascensor y la escalera. Pero ¿y el que estaba de guardia en la escalera de servicio...? Bien, ¿dónde estaba usted exactamente? —Allí —señaló el comisario. —¿Y desde allí puede jurar que ha estado vigilando constantemente la puerta principal y la puerta de servicio? Sobre todo cuando usted no estaba allí para vigilar, sino para echar la siesta, para descansar... —No puedo jurarlo. —¿Lo ve...? El agente debe de haberse adormilado y usted podía estar mirando a otro lugar cuando el asesino se ha deslizado fuera. No hay otra explicación posible, si no queremos salimos del terreno de la realidad, del sentido común. Si nos empeñamos en salir de él, podemos llegar donde queramos..., incluso a pensar que uno de nosotros tres... Bueno, usted dice que ha estado aquí, echando la siesta, pero es usted quien lo dice... Y tú —dirigiéndose a mí—, tú dices que te fuiste... ¿Dónde fuiste? —A matar al padre Gaetano —repliqué. —¿Ves dónde se llega cuando se abandona el camino del sentido común? —exclamó triunfalmente Scalambri—. Se llega a que tú, yo, el comisario nos convertimos en tan sospechosos como ésos, o incluso más... Y sin que se nos pueda atribuir una razón, un móvil... Lo digo siempre, querido comisario, siempre: el móvil, hay que buscar el móvil... Quedaron los dos silenciosos por un rato. Había dejado de llover; un rayo de luz atravesaba las nubes. El carruaje, brincando lentamente, regresaba a Roma. —En tal caso, sé lo que me queda por hacer —prosiguió Antimo, con su voz más firme—. Voy a contarlo todo. Julio tuvo un sobresalto. —Amigo mío, me asusta usted. Conseguirá usted que le excomulguen. —¿Quién lo hará? Si es un papa falso, ¿qué importa? —¡Yyo que confiaba en ayudarle a saborear en este secreto alguna virtud consoladora!—exclamó Julio consternado. —¿Se burla usted?... ¿Y quién me asegura que Fleurissoire, al llegar al paraíso, no descubrirá que su Dios ya no es el verdadero? —Veamos... Querido Antimo, usted divaga. ¡Como si pudiera haber dos!¡Como si pudiera haber otro! —No..., pero usted puede hablar con toda tranquilidad de él porque no ha abandonado nada por él, y porque todo, verdadero o falso, le favorece... ¡Ah, basta!... Necesito airearme. Se asomó a la ventanilla, tocó con la contera de su bastón el hombro del cochero e hizo detener el carruaje. Julio se disponía a bajar con él. —No, déjeme. Sé lo bastante para elegir una línea de conducta. Reserve lo demás para una novela. En lo que a mí concierne, esta misma noche escribo al Gran Maestro, y desde mañana reanudo mis crónicas científicas en La Dépéche. Quien ría el último reirá mejor. —¿Cómo? ¿Cojea usted?—exclamó Julio, sorprendido de verle renquear de nuevo. —Sí, desde hace unos días he vuelto a sentir mis dolores. —¡Esta sí que es buena!—se lamentó Julio que, sin mirar cómo se alejaba, se acurrucó en un rincón del coche. (Gide, Las cavas del Vaticano) ***

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